Poemas en el regazo de la muerte
de Isabel Fraire, México, Edit. Joaquín Mortiz, 19T8, 85 pp.
por Renato Prada Chopeza
Pocos libros de poemas tan bien estructurados como éste, el de Isabel Fraire. Se diría un solo poema largo, complejo, intenso y sostenido... Y, en realidad, hay que leerlo como un solo poema dividido en cuatro estaciones, estancias, íntimamente relacionadas.
La parte I inicia el poemario expresando la tónica que marcará el hilo subyacente de todo el libro: la gravedad de sabernos inmersos en esta condena: "esto de que el camino recomience siempre / comienza a cansarme / por qué carajos no se habrá terminado / abril es el mes más cruel / abril en noviembre en diciembre / abril perpetuo como raíz terca". Ante esta especie de verificación, tan simple y tremendamente enunciada, la poeta torna la mirada en busca de un asidero que le haga menos hostil al hombre su estancia terrestre, su única estancia posible. Y se le presentan: las cosas simples y "vanas", la civilización dos veces milenaria y el arte (la poesía).
Así, la complicación de la vida diaria parece permitir apenas la nostalgia de lo simple: "Oigo un ladrido / cuánto tiempo había deseado / vivir de nuevo / en un barrio / en donde se oyera / en medio de la noche / un ladrido". El hombre debe dejar, ya es hora que lo haga, "los bellos garigoleos barrocos de los cuales hay que regresar para recuperar / aquí en el sol / el goce simple de la propia piel". Sólo esta actitud permite decir finalmente: "cada cosa que miro también está estando". Y, en medio de este contorno primario, elemental, como un antídoto a la ciudad mortífera, surge el jardín, el símbolo de nuestra hermandad con la naturaleza y el mundo primario, puro y expansivo: "Les ofrezco una nueva definición del hombre / el hombre es el animal que hace jardines / tan específicamente humano es el jardín como la pirámide / el acueducto / el palacio / o el edificio de departamentos". El jardín es también un símbolo de nuestra ambigüedad óntica puesto que puede abrir o cerrar los espacios, liberar o aprisionar a la naturaleza: "el jardín tiene muros / o finge no tenerlos".
La palabra inquisitiva de la poeta continúa cavando hondo y, después de descubrir la presencia concreta y real del Edén en el jardín pasajero, desvela la naturaleza misma de ese asidero, explicitado en la figura del hilo de la araña, "tendido / de lo oscuro a lo oscuro". Otra vez la condena. No hay tregua posible.
De ahí que la segunda estancia comience con el tono patético que instala nuevamente al hombre en medio de la gravedad de su destino:
Esta realidad, no espontánea e ingenua como la primera, es también, y sobre todo, lo que hicimos, lo que el hombre hizo y ahora se torna sobre él y lo hace, sin permitirle un camino más simple y auténtico: la civilización occidental, y quien dice civilización occidental dice Europa, de ahí que la parte II de Poemas... se halle consagrada a hablar de esta vieja decadente y espléndida, cuya principal dosis de veneno es ahora el aburrimiento:
Y estas inmensas ciudades, hechas para que habiten muchedumbres, sólo pueden ofrecer la soledad de sus calles a los que quieran transitarlas:
En este desierto de las inmensas ciudades retumba este:
La ciudad es mortífera, gris. Aquí la vida se halla confinada en un cementerio que tiene su nombre publicitario impactante: "complejo habitacional", cuya descripción da oportunidad a la poeta para entregarnos uno de sus mejores momentos, que le emparentan con las voces mayores de un Pound, Eliot, Paz.
Nada se escapa de este vacío total. Por ello, ya no puede sorprender la imagen que Isabel nos entrega de la "ciudad luz", tal vez el mejor poema del libro.
Ante este segundo erial, se abre el gran programa poético:
Porque, pese a todo, la belleza es la marca que deja el hombre en todo lo que toca, hace:
Esta nueva verificación, tan espeluznante como las otras, que inicia la parte III, especificará el programa poético presentado al final de la anterior:
Ahora sí, el hombre tiene el asidero que le abrirá un nuevo horizonte y le conferirá la serenidad suficiente para aceptar nuevos valores, nuevas situaciones que, a pesar de surgir del erial del mundo mortífero, construyen nuevos mundos. Ahora la poeta sabe que la serenidad es un don al coraje de desafiar el escándalo de los trasnochados y miopes: "Cuando lo pienso un poco / me doy cuenta / de que el lenguaje de la computadora / y el de las imágenes poéticas / son simplemente dos lenguajes / tal válido el uno como el otro". Lo que no elude el misterio, la posibilidad del círculo que, en la tónica del libro, encontrará la palabra inicial, cargada ahora sobre la gravedad del arte, la gran dominante temática de la parte rV: así, el artista será el hombre al cual (en la imagen de William Carlos William) habla la poeta: "Sabiéndote en el centro de una flor terrible / que se abre cada año / para devorar al que la mira".
De este modo se cierra el círculo sobre el acto mismo de la palabra, de la voz de la poeta:
Así, el círculo se cierra y se cierra también la palabra, se calla el verbo de un libro bello, profundo, desbaratador de la falsa quietud del espíritu: un libro que sabe hablar de lo que se debe hablar si se confiere todavía dignidad al verbo humano, pese a todo.