José Homero

Entre la palabra y el mundo

por José Homero

Hay figuras que a primera vista no destacan en el paisaje. Sólo cuando se contempla con detenimiento ese milagro de la luz, la atmósfera y el espacio, se percibe que, cual un rompecabezas, hay un vacío en el tramado. En el panorama de nuestra poesía contemporánea esa ausencia se llama Isabel Fraire (México, 1934) una poeta cuya obra, semejante a otras de su generación, acusa vivamente el impacto de las ideas y discusiones de la última modernidad. A diferencia de contemporáneos suyos, como Eduardo Lizalde, Tomás Segovia, Gerardo Deniz, José Emilio Pacheco y Marco Antonio Montes de Oca, Fraire nunca pretendió el poema monumental y a menudo recorre su obra la convicción del fracaso del hombre para aprehender el instante, que en esta poética significa el momento de reunión del hombre con una unidad de cambiante nombre: cosmos, realidad, deseo. No sólo esa elección por lo mínimo distingue a Fraire: Pocos como ella pueden reclamar entre nosotros consanguinidad con la gran tradición de la poesía norteamericana que empieza con Ezra Pound y se ramifica en Charles Olson, William Carlos Williams y Robert Duncan. Bastaría esa singularidad para asegurarle un sitio distinguido en el concierto del siglo mexicano. Que no haya sucedido así responde, me parece, a la brevedad de su obra, y a su ausencia física de un país donde las relaciones públicas han usurpado los méritos debidos al talento literario, y cada cierto tiempo es necesario levantar la voz, a menos que se desee desaparecer de esos corrillos que han sustituido la única memoria verdadera: La memoria del lector. En menor medida, esa omisión respondería a la desaparición de sus libros de los anaqueles libreros. Con la edición de Puente Colgante, la poesía reunida de Isabel Fraire, se corrigen varios de esas características pues no sólo permite releer y situar en nuestra tradición a una poeta recordada por sus lectores como una autora notable, sino que también nos ofrece un volumen y poemas inéditos, amén de ofrecer una visión panorámica de una obra que es ya una vida.

Al releer Sólo esta luz sorprende no la madurez vocal que la poeta había conseguido —el libro es tardío con respecto a la biografía: 1969, cuando la autora contaba treinta y cuatro años, sino descubrir que los asuntos, motivos y obsesiones que habrán de aparecer una y otra vez en sus poemas, allende el estilo, se encuentran ya aquí. La propia poeta es consciente de ello como comprueba el poema que abre "Atando cabos":

Es posible cifrar la poesía de Fraire como una serie de figuras que surgen de la combinación de un reducido grupo de elementos. No, no me estoy acercando a Pero Grullo, por grande que sea la tentación de convertirse tempranamente en clásico, quiero decir que si el asunto principal de Fraire es la transformación inherente al devenir, la figura emblemática de esta poesía es el calidoscopio, no casualmente el juguete que da título al primer poema de Sólo esta luz. Si atendemos, el calidoscopio se rige por ese principio de combinar fragmentos, vestigios o simulacros de abigarradas formas, Y como el poeta Eduardo Espina ha señalado, existe un vínculo entre heteróclito y Heráclito. En el fondo está el concepto de movimiento. Los poemas son formas sujetas al vaivén porque se ocupan de una realidad que el poeta percibe, ante todo como una combinación de unidades fijas y discontinuas. En el vuelo de los insectos de ala en tornasol, en la aguda cornamenta de un toro, en las ojivas catedralicias de San Andrés en Burdeos, en las formas submarinas. Una percepción que repara allende las superficies en un diseño geométrico y abigarrado. Más hondamente se trata de aprehender la luz, uno de los asuntos centrales de esta poesía. Porque los objetas adquieren corporeidad mediante la luz y ello sería la clave del caleidoscopio. Las alas de los insectos, los vitrales, las aguas, las pupilas resplandecen al contacto con la caricia del sol. Esa condición lumínica al asociarse con el movimiento provoca la naturaleza dancística distintiva de esta poesía, donde los objetos no se encuentran nunca inmóviles.

Al respecto, Juan Garda Ponce en el prólogo a la antología preparada por él mismo para Material de Lectura, asentaba:

Isabel Fraire juega con las palabras, las acomoda como en un rompecabezas o como en un caleidoscopio para recordar uno de sus objetos favoritos e insinuar un poco el carácter mágico y casual de ese juego en el que siempre interviene el azar para fijar las posibilidades de la belleza. La regla básica de ese juego, la regla a la que el poeta no puede dejar de someterse porque la obedece aún [sic] sin darse cuenta, es crear una serie de apariciones mediante las que el mundo se refleja en el poema y el poema en el mundo.

Si el calidoscopio impone la conformación de esta poesía, la danza en su condición de minueto, de giro y despliegue en el vacío, orienta el símil dominante de la poeta para referirse a las formas que surgen en el espacio. Acaso por ello esta poesía se encuentre tan imbuida de un sentimiento temporal que es indisociable del sentimiento espacial. Como en la filosofía heraclitea, todo se encuentra en incesante transformación. Cada forma engendra a otra mediante el ritmo: Viento, luz, mar. Condición cíclica y al mismo tiempo definitiva, como atestigua ese lánguido poema que señala el suceder de las estaciones al tiempo que el transcurso de los años.

He mencionado el ascendiente generacional de Fraire. Como varios de sus contemporáneos, el escepticismo lingüístico imprime el discurrir de esta poesía. La poeta se asume un sujeto angustiado por la imposibilidad de trascender los lindes del pensamiento binario. Las oposiciones tejen un cerco del cual sólo es posible escapar en los escasos instantes en que se anula nuestra conciencia y nos reconciliamos con el mundo. Los otros instantes nos recuerdan justamente la oposición: Entre la luz y la sombra, entre el adentro y el afuera, entre la contemplación y la acción, entre el sentido del arte y la realidad.

Como fiel poeta moderna, Isabel Fraire se encuentra inmersa en la pareja arte-vida, prefiriendo el extremo de la vida. Si varios de sus poemas se aplican a transmitir la sensación del movimiento, otros constatan la imposibilidad del lenguaje de acercarse a la realidad de una manera directa. Por ello, paulatinamente, su poesía enfatiza una desconfianza en los poderes de la palabra, y por extensión del arte. Fraire comprende que el verdadero valor se encuentra en la experiencia; una experiencia intransmisible, acaso porque la poeta no se atreve a asumir el carácter de convención de todo lenguaje. Esa crisis que sólo supone al lenguaje un puente fallido, al combinarse con un ánimo melancólico y una ansiedad anímica, tan ávida de la euforia que considera al acontecer cotidiano como tediosa rutina, condujo paulatinamente a Fraire a una poesía reiterativa en su desconfianza lingüística, tanto como su hastío existencial.

La crisis del lenguaje conduce a menudo a una crisis de nuestra perspectiva. La mirada niña de Fraire paulatinamente se transformó en una mirada imbuida de historia. La pregunta sobre las relaciones que el lenguaje mantiene con las cosas abarcó poco a poco el concepto de verdad, y por ello del mundo. Podría decirse que para escapar a esta zozobra, Fraire eligió la ribera de la existencia, considerando como susceptible de transformarla desde la historia. Si el segundo libro de Fraire mostraba tanto un aprendizaje de la poética objetivista cara a William Carlos Williams, y el esmero por mostrar la cosa en vez de describirla, como un desplazamiento hacia los acontecimientos cotidianos, representados aquí como viñetas de la alienación contemporánea en las ciudades metropolitanas —París, Nueva York, Londres, el tercer libro, hasta ahora inédito en español pero publicado en Estados Unidos, muestra un viraje que ya se avizoraba en esta poesía. Si la crisis de la representatividad se tradujo en un desplazamiento irónico en Hugo Gutiérrez Vega, Eduardo Lizalde y Gerardo Deniz, en el caso de Fraire se expresará en una apuesta por la historia, como sitio de la encarnación de la conciencia en el sentido hegeliano. Por principio, el poema ahuyenta la desconfianza, y enfatiza la materialidad de las cosas, mediante un procedimiento dimanado de la poética de Williams, pero indisociable de su trasplante al español por Ernesto Cardenal y José Coronel Urtecho. En el fondo, permanece latente la amenaza de la duda, pero el despliegue en el campo físico -un término de Charles Olson, disuelve las dudas. Cualquier cosa susceptible de desplegarse, podría decir Fraire, es un poema. Sólo que la sencillez no implica la simpleza, y la mayor parte de estos poemas se antojan textos escritos en tediosas tardes, y sobre todo confirman, por la vía del ensimismamiento que en este caso conduce a la asfixia. Los poemas o celebran la confianza en la Revolución -la serie sobre Nicaragua y la entonces reciente Revolución Sandinista, o nos recuerdan que fuera de cierto momentos, nuestra vida es monótona e insoportable. No hay apuesta por inventar. El gesto se limita a acumular palabras, a recurrir a las ya conocidas oposiciones semánticas, a insistir en el vacío. Y al final, queda la impresión de que toda tentativa por convertirse en un hijo de la luz concluye en una constatación del fracaso. [...]
 

Presentación del libro

Puente colgante, poesía reunida

de Isabel Fraire.

Universidad Autónoma Metropolitana

México, 1997, 320 pps.