Thorstein Veblen

THORSTEIN VEBLEN

 Tliorstein Veblen, uno de los más originales pensadores en el campo de la eco­nomía, era hijo de un inmigrante noruego que tenía el oficio de carpintero, y nació en el estado de Wisconsin, en 1857. Su familia se mudó más tarde al es­tado de Minnesota, y Veblen estudió filosofía en Carleton College, en John Hopkins, y en Yale, donde se doctoró. En Cornell trabajó en investigaciones económicas y, finalmente, comenzó a dar clases en la recientemente formada Universidad de Chicago. Perdió la cátedra, según parece, por haber viajado al extranjero con una dama con la cual no estaba casado, pero de hecho sus con­trovertidas ideas ya le habían comenzado a ocasionar dificultades. Durante la primera guerra mundial colaboró con el gobierno pero poco después, debido a la inaceptabilidad de sus posiciones respecto de la economía, que pensaba que debía planificarse, regresó a la vida privada y a la cátedra. Después de di­versas vicisitudes en su carrera académica, comenzó a enseñar en la Nueva Es­cuela de Investigaciones Sociales (NewSchool for Social Research), institución donde se admitían posiciones que ahora llamaríamos de izquierda. Murió en 1929, después de revolucionar ciertos aspectos de la teoría económica.

Veblen es un autor que no interesa únicamente a los profesionales de la economía. La temía de la clase ociosa, de la cual incluimos aquí partes del se­gundo y tercer capítulos, resulta fascinante para cualquier lector, no sólo pol­los temas tratados, sino por la sabrosa aunque discreta ironía que lo vuelve un libio divertidísimo.

Veblen sostiene que nuestros actuales hábitos mentales y costumbres co­tidianas se remontan a etapas muy primitivas de la sociedad. Una, que iden­tifica como "predatoria", en que la subsistencia se obtenía fundamentalmen­te gracias a la caza, y que era caracterizada, además, por las luchas entre las diversas tribus, y otra etapa subsiguiente (en la cual subsistían, sin embargo, hábitos que se remontarían a la primera), que Veblen califica de "cuasipací-fica" para indicar que, en el fondo, no tenía nada de pacífica.

Si bien el avance de las investigaciones antropológicas puede invalidar al­gunas de las afirmaciones de Veblen respecto de tales etapas "primitivas" del desarrollo humano, lo cierto es que la verdad de muchas de sus conclusiones parece saltar a la vista y ser fácilmente confirmable con sólo observar el mun­do que nos rodea.


Su teoría de que el hombre de cierta clase social necesita hacer un con­sumo conspicuo -o sea un gasto ostentoso- para mantener su prestigio, es inmediatamente comprobable con dar un vistazo a los automóviles que cir­culan en ciertos barrios residenciales de esta y cualquier ciudad. Cuando afirma que la esposa es, en realidad, una sirvienta y, originalmente, una es­clava, concuerda evidentemente con las teorías feministas. Cuando comenta que las ceremonias del culto religioso reflejan la concepción de la divinidad como un rey que debe ser honrado mediante el gasto conspicuo e inútil, es inevitable comprobar que, cuando menos en las grandes catedrales medie­vales, con sus altares cuajados de objetos preciosos, y en las iglesias churri­guerescas mexicanas, recubiertas de polvo de oro, esto parece ser una gran verdad.

En todo caso Veblen es un autor que ha dejado su huella en el pensamien­to moderno y no sólo La teoría de la clase ociosa, quizá la más popular de sus obras, merece una lectura atenta, sino que también otros de sus libros com­pensan ampliamente el esfuerzo a ellos dedicado.

 LA EMULACIÓN PECUNIARIA

 En la secuencia de la evolución cultural el surgimiento de una clase ociosa coincide con la aparición del principio de la propiedad priva­da. Esto sucede por necesidad, ya que ambas instituciones son el re­sultado de la misma combinación de fuerzas económicas. En la fase embrionaria, potencial, de su desarrollo no son sino distintos aspec­tos de los mismos hechos generales de la estructura social.

Es en cuanto elementos de la estructura social -en cuanto datos convencionalmente aceptados- que el ocio y la propiedad privada nos interesan aquí. El hábito de no trabajar no es una característica cons­titutiva de por sí de una clase ociosa; como tampoco constituye de por sí a la propiedad privada el hecho mecánico del uso y consumo. Esta investigación, por lo tanto, no se ocupa ni de los inicios de la indo­lencia, ni de los inicios de la apropiación de artículos útiles para el consumo individual. El punto a dilucidar es el origen y naturaleza de la clase ociosa convencional, por una parte, y los inicios de la propie-

 

1 Capítulo II de Teoría de la clase ociosa.

dad individual como derecho convencionalmente aceptado o preten­sión válida por la otra.

La temprana diferenciación de la cual surge la distinción entre una clase ociosa y una clase trabajadora es la división entre el trabajo de los hombres y el de las mujeres en las etapas inferiores de la barba­rie. Asimismo la más antigua forma de propiedad es la propiedad de mujeres por los hombres sanos y fuertes de la comunidad. Los hechos se pueden expresar en términos más generales, y más fieles al conte­nido de la teoría bárbara de la vida, diciendo que se trata de la pro­piedad de la mujer por el hombre.

Había, indudablemente, cierta apropiación de artículos útiles an­tes de que surgiera la costumbre de apropiarse de las mujeres. Las costumbres de las comunidades arcaicas actualmente existentes don­de no existe la apropiación de las mujeres por los hombres da pie a esta opinión. En todas las comunidades los miembros de la misma, tanto hombres como mujeres, acostumbran apropiarse para su uso individual una variedad de cosas útiles; pero estos objetos útiles no son concebidos como posesiones individuales por la persona que se los apropia y los aprovecha. La apropiación y consumo habitual de ciertos bienes personales se da sin que se presente el problema de la propiedad; es decir, el problema de un derecho justo y convencional sobre objetos extraños al individuo o persona misma.

La apropiación de las mujeres se inicia en las etapas bárbaras infe­riores de la cultura, aparentemente con la toma de cautivas. El moti­vo original de apoderarse y apropiarse de las mujeres del enemigo vencido parece haber sido que servían de trofeos o pruebas concre­tas del triunfo. La práctica de apoderarse de las mujeres como trofeos dio origen a una forma de matrimonio-propietario, que a su vez dio por resultado hogares encabezados por un hombre. Siguió la exten­sión de tal estado de esclavitud a otros cautivos e inferiores, y no sólo a las mujeres, y a la extensión del matrimonio-propietario a mujeres no tomadas al enemigo. El resultado de la emulación en el contexto de una vida predatoria ha sido, pues, una forma de matrimonio que descansa en la coerción, por una parte, y por otra la costumbre de la propiedad privada. Ambas instituciones son indistinguibles en la fa­se inicial de su desarrollo; ambas brotan del deseo de los hombres triunfantes de volver concretamente visibles sus proezas mediante la exhibición de algún resultado durable de las mismas. Ambas sirven también a la tendencia a dominar a los demás que es característica de todas las comunidades predatorias. De la propiedad de las mujeres el concepto de propiedad se extendió a los productos de su industria, y surgió así la propiedad de objetos y no sólo de personas.

En esta forma se instaló gradualmente un sistema coherente de propiedad de bienes. Y, aunque en las últimas etapas de su desarro­llo la utilidad práctica de los bienes para el consumidor ha llegado a ser el elemento más notorio de su valor, la riqueza como tal no ha per­dido todavía en absoluto su utilidad como prueba honorífica visible de la prepotencia de su dueño.

En dondequiera que nos encontramos la institución de la propie­dad privada, incluso en una forma poco desarrollada, el proceso eco­nómico se presenta como una lucha entre los hombres por la pose­sión de bienes. Entre aquellos economistas que se adhieren con menos dudas y vacilaciones a las doctrinas clásicas en su versión mo­dernizada se ha acostumbrado entender esta lucha por la riqueza co­mo reductible, en el fondo, a una lucha por la subsistencia. Tal es, sin duda, su carácter durante las fases iniciales y menos eficientes de la industria. Tal es también su carácter en todos los casos donde la "mez­quindad de la naturaleza" es tan estricta que ofrece una superviven­cia muy pobre a la comunidad a cambio de los más intensos y cons­tantes esfuerzos por adquirir los medios de subsistencia. Pero en todas las comunidades que logran progresar en absoluto se avanza de pron­to más allá de esta primera etapa del desarrollo tecnológico. La efi­ciencia industrial se lleva en un momento dado a tal grado que pue­de ofrecer algo notoriamente mejor que una mera subsistencia a quienes trabajan en el proceso industrial. No es excepcional que la teoría económica hable de la lucha por la riqueza que se establece so­bre esta nueva base como una competencia por aumentar el bienes­tar o comodidad de la vida, primordialmente por un aumento en la comodidad física obtenible mediante el consumo de bienes.

Gonvencionalmente se sostiene que el fin de la adquisición y acu­mulación es el consumo de los bienes acumulados, ya sea el consumo directo por el dueño de los bienes, o por el establecimiento familiar que depende de él y que se identifica teóricamente con él para dicho fin. Cuando menos tal es el que se supone el fin económicamente le­gítimo de la adquisición, el único que concierne a la teoría y el úni­co que tiene necesidad de explicar. Tal consumo puede, por supues­to, concebirse como un proceso que saúsface las necesidades físicas del consumidor -tendiente a producir su bienestar físico o a satisfa­cer sus necesidades "superiores": espirituales, estéticas, intelectuales, o lo que sea; satisfaciéndose esta última clase de necesidades en for­ma indirecta mediante un gasto de bienes que les es familiar a todos los lectores de economía.

Pero es sólo cuando se toma en un sentido muy alejado de su sig­nificación ingenua que el consumo de bienes puede considerarse co­mo el aliciente del cual procede invariablemente la acumulación. El motivo que está en el origen de la propiedad es la emulación; y este mismo motivo de la emulación sigue actuando en el posterior desa­rrollo de la institución a la cual ha dado lugar y en el desarrollo de todos aquellos elementos de la estructura social que entran en con­tacto con esta institución de la propiedad. La posesión de riqueza honra; es una distinción envidiosa. No se puede decir nada igualmen­te convincente del consumo de bienes, ni de ningún otro incentivo concebible a la adquisición y en especial de ningún incentivo a la acu­mulación de riquezas.

No debe, por supuesto, olvidarse que en una comunidad en don­de casi todos los bienes son propiedad privada la necesidad de ganar­se la vida es un incentivo poderoso y eternamente presente para los miembros más pobres de la comunidad. Las necesidades de la subsis­tencia y el deseo de aumentar su bienestar físico pueden, durante al­gún tiempo, ser el principal motivo que impulsa a la adquisición a aquellas clases que trabajan habitualmente con las manos, cuya sub­sistencia es precaria, que poseen poco y que, de ordinario, acumulan poco; pero en el curso de este estudio saldrá a la luz que, incluso en el caso de estas clases desprovistas de dinero no predomina tan decisi­vamente el incentivo de la necesidad física como a veces se ha supues­to. Por otra parte, para aquellos miembros y clases de la comunidad que se ocupan principalmente de la acumulación de la riqueza, el in­centivo de la subsistencia o del bienestar físico jamás desempeña un papel importante. La propiedad tuvo su origen y se desarrolló hasta convertirse en una institución humana sobre bases que no tienen re­lación alguna con la subsistencia. El incentivo principal fue desde el principio la distinción envidiosa adjunta a la riqueza, y, salvo tempo­ralmente y por excepción, ningún otro motivo ha usurpado esta pri­macía en ninguna etapa posterior de su desarrollo

La propiedad tuvo su origen en el botín retenido como trofeo des­pués de una correría victoriosa. Mientras el grupo se apartara poco de la organización comunal primitiva, y siguiera en estrecho contac­to con grupos hostiles, la utilidad de las cosas o personas poseídas re­sidía principalmente en la comparación envidiosa entre su posesor y el enemigo al cual se le habían arrebatado. El hábito de distinguir en­tre los intereses del individuo y los del grupo al cual pertenece pare­ce ser una evolución posterior. La comparación envidiosa entre el po­sesor del botín honorífico y sus compañeros menos afortunados en el seno del grupo estuvo indudablemente presente desde muy tem­prano como un elemento de la utilidad de las cosas poseídas, pero és­te no fue en un principio el principal elemento de su valor. La proe­za del hombre seguía siendo todavía primordialmente la proeza del grupo, y el posesor del botín se sentía ante todo custodio del honor de su grupo. Esta apreciación de la proeza desde una perspectiva co­munal se encuentra también en etapas posteriores de la evolución so­cial, sobre todo en lo concerniente a los laureles de la guerra.

Pero en cuanto empieza a consolidarse la costumbre de la propie­dad individual, el punto de vista que se toma para la comparación en­vidiosa en la cual descansa la propiedad privada comenzará a cam­biar. De hecho cada cambio no es sino reflejo del otro. La fase inicial de la propiedad, la adquisición por simple toma y conversión, comien­za a transformarse en la etapa subsiguiente, la de la organización in­cipiente de la industria sobre la base de la propiedad privada (de es­clavos); la horda se desarrolla convirtiéndose en una comunidad industrial más o menos autosuficiente; las posesiones entonces co­mienzan a ser valoradas no tanto como prueba de correrías victorio­sas, sino como prueba de la prepotencia del posesor de estos bienes sobre otros individuos en el seno de la misma comunidad. La compa­ración envidiosa se convierte ahora fundamentalmente en una com­paración del dueño con los demás miembros del grupo. La propie­dad sigue conservando su naturaleza de trofeo, pero, con el adelanto cultural, se convierte cada vez más en trofeos obtenidos en el juego competitivo de la propiedad que tiene lugar entre los miembros del mismo grupo de acuerdo con los métodos cuasipacíficos de la vida nómada.

Gradualmente, a medida que la actividad industrial sigue despla­zando a la actividad predatoria en la vida cotidiana de la comunidad y en los hábitos mentales de los hombres, la propiedad acumulada sus­tituye cada vez más a los trofeos de la proeza predatoria como prue­ba convencional de la prepotencia y del éxito. Con el desarrollo de la industria sedentaria, pues, la posesión de riquezas gana relativa­mente en importancia y eficacia en cuanto base habitual de la repu­tación y la estima. No es que deje de otorgarse estimación sobre la ba­se de otras pruebas, más directas, de destreza y fuerza; no es que la agresión predatoria victoriosa o la proeza de tipo guerrero deje de provocar la aprobación y admiración de la muchedumbre o de des­pertar la envidia de los competidores menos exitosos; sino que las oportunidades de distinguirse mediante tales manifestaciones direc­tas de la posesión de fuerzas superiores se van reduciendo tanto en amplitud como en frecuencia. Al mismo tiempo, las oportunidades de agresión industrial y de acumulación de la propiedad mediante los métodos cuasipacíficos de la industria nómada aumentan en am­plitud y disponibilidad. Y más pertinente todavía, la propiedad se con­vierte en prueba más fácilmente reconocible de un grado honorable de éxito, en comparación con la hazaña heroica o notable. Se con­vierte pues en la base convencional de estimación. La posesión de al­guna propiedad se vuelve necesaria para ocupar una posición respe­table en la comunidad. Se vuelve indispensable acumular, adquirir propiedad para conservar el buen nombre. Cuando los bienes acu­mulados se han convertido así en el emblema de la eficacia, la pose­sión de riquezas adquiere en cierto momento el carácter de una ba­se independiente y definitiva de estimación. La posesión de bienes, ya sea adquiridos agresivamente por el propio esfuerzo, o pasivamen­te por transmisión hereditaria, se convierte en una base convencio­nal de respetabilidad. La posesión de riquezas, que en un principio era apreciada sencillamente como prueba de eficacia o eficiencia, pa­sa a ser percibida por la opinión popular como un acto meritorio en sí mismo. La riqueza es ya intrínsecamente honorable y honra a su posesor. Por un posterior refinamiento, la riqueza adquirida pasiva­mente por transmisión hereditaria de los padres u otros antecesores se vuelve, en cierto momento, más honorífica aún que la adquirida por los esfuerzos del dueño mismo; pero esta distinción corresponde a una etapa posterior en la evolución de la cultura pecuniaria y nos referiremos a ella cuando llegue el momento.

La proeza y la hazaña pueden seguir siendo el fundamento del grado más alto de estimación popular, aunque la posesión de rique­zas se haya convertido en la base de la respetabilidad común y co­rriente y de la posición social intachables el instinto predatorio y la consiguiente aprobación de la eficacia predatoria están profunda­mente imbuidos en los hábitos mentales de los pueblos que han pa­sado por la disciplina de una etapa cultural predatoria prolongada. De acuerdo con el sentir popular los honores más altos que pueda al­canzar un ser humano podrán, pues, seguir siendo los que se ganan mediante el despliegue de una extraordinaria eficacia predatoria en la guerra o bien mediante una eficacia cuasipredatoria en la política; pero en lo tocante a la obtención de una posición decente común y corriente en el seno de la comunidad estos medios de adquirir repu­tación han sido sustituidos por la adquisición y acumulación de bie­nes. Para tener una buena posición en la estimación de la comunidad es necesario alcanzar cierto nivel convencional, algo indefinido, de riqueza; exactamente como en la etapa predatoria anterior es nece­sario para el hombre bárbaro alcanzar el nivel exigido por la tribu en cuanto a resistencia física, astucia, y destreza en el uso de las armas. Cierto nivel aceptable de riqueza en un caso, y de destreza y fuerza en el otro, son la condición previa indispensable de la respetabilidad, y cualquier rebasamiento de dicho nivel normal es meritorio.

Los miembros de la comunidad que se queden cortos y no alcan­cen este grado normal, algo indefinido, de destreza y fuerza, o bien de propiedad, pierden la estima de sus semejantes, y, en consecuencia, también su propia estima, ya que la base usual del amor propio o au­toestima es el respeto otorgado por los vecinos. Sólo los individuos de temperamento aberrante pueden a la larga seguir respetándose a sí mismos a pesar de la desestima de sus compañeros. Es posible en­contrar aparentes excepciones a la regla, especialmente entre perso­nas de fuertes convicciones religiosas. Pero estas aparentes excepcio­nes no son, en realidad, verdaderas excepciones, ya que comúnmente se remiten a la aprobación putativa de algún testigo sobrenatural de sus actos.

Por lo tanto, en cuanto la posesión de propiedad se convierte en la base de la estimación popular, se convierte también en un requisi­to de esa autocomplacencia que llamamos amor propio. En cualquier comunidad en la cual los bienes son poseídos separadamente es ne­cesario, para su propia tranquilidad, que el individuo posea tan gran porción de bienes como los demás con quienes está acostumbrado a clasificarse; y es en extremo satisfactorio poseer algo más que los otros. Pero, tan pronto como una persona hace nuevas adquisicio­nes y se acostumbra al consiguiente nuevo nivel de riqueza, éste cesa de proporcionarle una satisfacción apreciablemente mayor que el ni­vel anterior. En todo caso se tiende constantemente a convertir el nivel pecuniario actual en punto de partida para un nuevo aumento de riqueza; esto a su vez da origen a un nuevo nivel mínimo acepta­ble y a una nueva clasificación pecuniaria de sí mismo en compara­ción con los vecinos. En lo concerniente al tema que nos ocupa, el fin buscado mediante la acumulación es el de ocupar un rango alto de fuerza pecuniaria en comparación con el resto de la comunidad. Mientras la comparación le resulte claramente desfavorable el indivi­duo normal común vivirá en un estado de insatisfacción crónica con su suerte actual; y cuando haya alcanzado lo que puede llamarse el nivel pecuniario normal de la comunidad, o de su clase dentro de la comunidad, esta insatisfacción crónica será sustituida por un esfuer­zo incansable por distanciarse cada vez más del nivel promedio pecu­niario. La comparación envidiosa jamás puede llegar a ser tan favo­rable para el individuo que éste deje de anhelar situarse en una posición todavía más alta respecto de sus competidores en la lucha por la respetabilidad pecuniaria.

Dada la naturaleza del caso, el deseo de riqueza difícilmente pue­de saciarse en los casos individuales, y, evidentemente, saciar el deseo normal común o general de riquezas es absolutamente imposible. Por amplia, o equitativa, o "justamente" que pueda distribuirse, ningún aumento general de la riqueza de la comunidad puede aproximarse siquiera a la satisfacción de esta necesidad, cuyo fundamento es el de­seo de cada uno de rebasar a todos los demás en la acumulación de bienes. Si, como a veces se da por supuesto, el incentivo a la acumu­lación fuera asegurar la subsistencia o el bienestar físico, entonces es concebible que las necesidades económicas sumadas de una comuni­dad podrían satisfacerse una vez alcanzado cierto punto dado en el avance de la eficiencia industrial; pero, como la lucha es, en esencia, una carrera por alcanzar la respetabilidad sobre la base de una com­paración envidiosa, es imposible acercarse a un éxito definitivo.

Lo que acaba de decirse no debe entenderse como afirmando que no hay otro incentivo a la adquisición y la acumulación que este de­seo de destacarse en la posición pecuniaria y ganar así la estima y en­vidia de sus semejantes. El deseo de un mayor bienestar físico y de es­tar a salvo de la pobreza está presente como motivo en todas las etapas del proceso de acumulación en la comunidad industrial moderna; aunque el nivel mínimo aceptable en este respecto se ve a su vez no­toriamente afectado por el hábito de la emulación pecuniaria. En gran medida esta emulación configura los métodos y elige los objetos de gasto con fines de bienestar personal y sustento de un nivel de vida decente.

Además, el poder que confiere la riqueza también es un incentivo a la acumulación. Esa propensión a la actividad intencionada y esa re­pugnancia por todo esfuerzo inútil que pertenecen al hombre por su carácter de agente no lo abandonan cuando sale de la etapa de la cul­tura comunal ingenua en la cual la nota dominante de la vida es la solidaridad no analizada e indiferenciada del individuo con el grupo con el que está ligada su vida. Cuando entra en la etapa predatoria, en la cual el egoísmo en sentido más estricto se convierte en la nota dominante, esta propensión no lo abandona, y es la característica om­nipresente que conforma su esquema de vida. La propensión al éxi­to y la repugnancia inspirada por la inutilidad siguen siendo el moti­vo económico subyacente. La propensión sólo cambia en cuanto a su forma de expresión y en cuanto a los objetos mediatos a los cuales di­rige la actividad humana. Bajo el régimen de propiedad individual el medio más asequible de alcanzar visiblemente un fin es la adquisición y acumulación de bienes; y a medida que la oposición egoísta entre hombre y hombre se vuelve más consciente, la propensión a buscar el éxito -o sea el instinto artesanal de la eficacia- tiende cada vez más a tomar la forma de un esfuerzo por exceder a los demás en el éxito pecuniario. El éxito relativo, comprobado por la comparación pecu­niaria envidiosa con otros hombres, se convierte en el fin convencio­nal de la acción. El fin legítimo corrientemente aceptado del esfuer­zo llega a ser la comparación favorable con otros hombres; por lo tanto la repugnancia sentida por la inutilidad del esfuerzo se fusiona en gran medida con el incentivo de la emulación. Acentúa la lucha por la respetabilidad pecuniaria castigando con una desaprobación más rigurosa todo fracaso y toda prueba visible de fracaso en cuanto al éxito pecuniario. El esfuerzo intencionado llega a ser, preponde-rantemente, un esfuerzo dirigido a, o productivo de, un despliegue más honorable de riqueza acumulada. Entre los motivos que llevan a los hombres a acumular riqueza la primacía, pues, tanto en amplitud como en intensidad, sigue perteneciendo a éste de la emulación pe­cuniaria.

Al utilizar el término "envidioso" puede, quizá, salir sobrando acla­rar que no hay intención alguna ni de ensalzar ni de menospreciar, ni tampoco de alabar ni lamentar ninguno de los fenómenos caracteri­zados mediante dicho término. El término se usa aquí en un sentido técnico para describir cualquier comparación de personas con vistas a catalogar o graduarlas en cuanto a valor relativo -en un sentido es­tético o moral- asignando y definiendo así los relativos grados de com­placencia con que pueden legítimamente contemplarse a sí mismos o ser contemplados por otros. Una comparación envidiosa es simple­mente una valoración de personas en términos relativos.

 EL OCIO CONSPICUO2

 Si no interfirieran con su funcionamiento otras fuerzas económicas u otras características del proceso de emulación, el efecto inmedia­to de una lucha pecuniaria como la que se acaba de esbozar sería vol­ver a los hombres industriosos y frugales. Este resultado se da, en efec­to, en alguna medida, en cuanto a las clases inferiores, cuyo medio ordinario de adquirir bienes es el trabajo productivo. Esto es más especialmente cierto de las clases trabajadoras en una comunidad se­dentaria que está en una etapa industrial agrícola, en la cual haya una considerable subdivisión de la propiedad y cuyas leyes y costumbres garanticen a esas clases una participación más o menos definida en el producto de su industria. Estas clases inferiores no pueden en to­do caso evitar el trabajo y por lo tanto el que se les impute o atribuya no es muy deshonroso para ellas, cuando menos en el seno de su pro­pia clase. Más bien, puesto que el trabajo es su modo de vida recono­cido y aceptado, sienten cierto orgullo emulativo en el goce de una reputación de eficiencia en su trabajo, siendo ésta con frecuencia la única vía de emulación que está a su alcance. Para aquellos para quie­nes la adquisición y emulación sólo es posible en el terreno de la efi­ciencia productiva y el ahorro, la lucha por la respetabilidad pecunia­ria obrará en alguna medida para producir un aumento en su diligencia y frugalidad. Pero ciertas características secundarias del proceso de emulación, de las cuales aún no hemos hablado, interfie­ren, circunscribiendo y modificando notablemente la emulación en estas direcciones, tanto entre los miembros de las clases pecuniaria­mente inferiores como entre los de la superior.

 

2 Capítulo m de Teoría de la clase ociosa.


Es muy distinta la situación de la clase pecuniaria superior, de la cual nos ocupamos aquí en forma más inmediata. Para esta clase no está ausente el incentivo a la diligencia y el ahorro, pero las exigen­cias secundarias de la emulación pecuniaria modifican en tan alto grado su influencia que cualquier inclinación en este sentido se ve anulada casi por completo en la práctica y cualquier incentivo a la diligencia tiende a perder eficacia. La más imperativa de estas exigencias secun­darias de la emulación, y también la de mayor y más amplio alcance, es el requerimiento de abstenerse del trabajo productivo. Esto es es­pecialmente cierto en la etapa bárbara de la cultura. Durante la fase de la cultura predatoria el trabajo viene a asociarse mentalmente con la debilidad y la sujeción a un amo. Es, por lo tanto, una señal de in-fe rioridad, y llega a tomarse por indigno del hombre en su mejor es­tado. Debido a dicha tradición se siente al trabajo como degradante, y esta tradición nunca ha perecido del todo. Por el contrario, con el avance de la diferenciación social ha adquirido la fuerza axiomática de una prescripción antigua y jamás cuestionada.

Para obtener y retener la estimación de los hombres no basta con sólo poseer riqueza o poder. La riqueza o el poder deben ponerse en evidencia, porque la estima sólo se otorga ante las evidencias. Y no só­lo sii-ve el despliegue de la riqueza para impresionar a los demás y ha­cerles ver la propia importancia, y para mantener viva su percepción de dicha importancia, sino que es casi igualmente útil para edificar y conservar la autoestimación. En todas las etapas salvo las más bajas de la cultura el hombre normalmente constituido se siente reconfor­tado y confirmado en su propia estimación cuando vive en "un barrio decente" y está exento de las "tareas serviles". Cuando se ve obliga­do a renunciar al nivel habitual de decencia que considera aceptable, ya sea en lo referente a los aditamentos de la vida o bien en cuanto al tipo y cantidad de su actividad cotidiana, lo siente como una ofensa a su dignidad humana, y eso aunque no tome en cuenta consciente­mente la aprobación o desaprobación de sus semejantes.

La distinción teórica arcaica entre lo bajo y deleznable y lo honro­so y respetable en el estilo de vida de un hombre retiene, incluso hoy en día, gran parte de su antigua fuerza. Tan es así que son contados los miembros de las clases superiores que no sienten una repugnan­cia instintiva por las formas vulgares del trabajo. Tenemos la fuerte sensación de que una mácula o culpa ceremonial se adhiere con es­pecial intensidad a las tareas asociadas mentalmente con los empleos serviles. Todas las personas de gusto refinado sienten que hay una contaminación espiritual que es inseparable de ciertas tareas, que son precisamente las requeridas convencionalmente de los sirvientes. Los entornos físicos vulgares, las habitaciones mezquinas (es decir, ba­ratas) y las ocupaciones vulgarmente productivas son condenadas y evitadas sin vacilación. Son incompatibles con una vida vivida en un plano espiritualmente satisfactorio, con los "pensamientos elevados". Desde los días de los filósofos griegos hasta hoy los hombres pensan­tes siempre han reconocido como condición previa indispensable pa­ra llevar una vida valiosa o hermosa, o incluso libre de culpa, cierto grado de ocio y exención de contacto con los procesos industriales que sirven a los fines cotidianos e inmediatos de la vida humana. En sí misma y en sus consecuencias la vida de ocio es hermosa y ennoble-cedora a los ojos de todos los hombres civilizados.

Sin duda este valor directo, subjetivo, del ocio y de otras pruebas exteriores de riqueza es en gran parte secundario y derivado. En par­te refleja la utilidad del ocio como medio de ganarse el respeto de los demás, y en parte es consecuencia de una sustitución mental. Traba­jar ha sido aceptado como prueba exterior convencional de una in­ferioridad de fuerzas; por lo tanto el trabajo viene a ser considerado, por un salto mental, como bajo en sí mismo.

Durante la etapa predatoria propiamente dicha, y especialmente durante las primeras etapas del desarrollo industrial cuasipacífico que sucede a la etapa predatoria, una vida de ocio es la prueba exterior más fácil y concluyeme de la fuerza pecuniaria, y, por lo tanto, de la su­perioridad de fuerzas; siempre y cuando el caballero exento de la obli­gación de trabajar pueda vivir en evidente comodidad y bienestar. En esta etapa la riqueza consiste principalmente en esclavos y el benefi­cio que se obtiene de la posesión de riqueza y poder toma principal­mente la forma de los servicios personales y de los productos inme­diatos de los servidores. La abstención visible y ostentosa, o sea conspicua, de todo trabajo se vuelve por lo tanto la señal convencio­nal de un superior éxito pecuniario e índice convencional de respe­tabilidad; y, al revés, puesto que dedicarse al trabajo productivo es se­ñal de pobreza y sumisión, se vuelve incompatible con el goce de una posición respetable en la comunidad. Los hábitos del trabajo y el aho­rro, por lo tanto, no son promovidos en forma pareja por la emula­ción pecuniaria prevaleciente. Todo lo contrario, ya que este tipo de emulación desautoriza indirectamente la participación en el trabajo


productivo, y el trabajo se volvería inevitablemente deshonroso, co­mo prueba evidente de pobreza, aun cuando no fuera ya reputado indecoroso por efecto de la tradición más antigua, heredada de una etapa cultural anterior. En efecto, la antigua tradición de la cultura predatoria ordena evitar el esfuerzo productivo por ser éste indigno de los hombres sanos y fuertes, y, en lugar de ser desplazada, esta tra­dición, se ve forzada al pasar del estilo de vida predatorio al cuasipa-cífico.

Aun cuando la institución de una clase ociosa no hubiera surgido al aparecer por primera vez la propiedad individual, debido al desho­nor anexo al empleo productivo, hubiera surgido como una de las primeras consecuencias de la propiedad. Y hay que observar que, aun­que la clase ociosa existía en teoría desde el principio de la cultura predatoria, la institución adquiere un nuevo y más pleno significado con la transición de la etapa predatoria a la etapa pecuniaria de la cultura. Desde entonces en adelante es una "clase ociosa" tanto en la práctica como en la teoría. Desde este momento data la institución de la clase ociosa en su forma cumplida.

Durante la etapa predatoria propiamente dicha la distinción entre la clase ociosa y la clase trabajadora es en cierta medida sólo ceremo­nial. Los hombres fuertes y sanos se apartan orgullosamente de todo lo que perciben como trabajo fatigante, rutinario y servil; pero de he­cho su actividad contribuye notoriamente al sustento del grupo. La siguiente etapa, de industria cuasipacífica, se caracteriza comúnmen­te por la posesión de esclavos, de rebaños, y por la existencia de una clase servil de pastores y guardianes de rebaños; la industria ha avan­zado a tal punto que la comunidad ya no depende para su sustento de la caza o de ninguna otra forma de actividad que pueda con justi­cia catalogarse de proeza o hazaña. Desde este punto en adelante la característica sobresaliente de la vida de la clase ociosa es la exención conspicua de todo empleo útil.

Las ocupaciones normales características de la clase ociosa en es­ta etapa de madurez son, en cuanto a la forma, muy semejantes a las de su primeros días. Estas ocupaciones son el gobierno, la guerra, el deporte y el culto. Las personas dadas a las distinciones teóricas ex­quisitas podrán sostener que estas ocupaciones siguen siendo inci­dental e indirectamente "productivas"; pero es de observarse como decisivo de la cuestión que el motivo ordinario y declarado de la cla­se ociosa para entregarse a estas ocupaciones no es, de ninguna ma­ñera, el de aumentar su riqueza mediante el esfuerzo productivo. En ésta como en cualquier otra etapa cultural el gobierno y la guerra son, cuando menos en parte, llevados a cabo para la ganancia pecuniaria de quienes se ocupan de ellos; pero se trata de una ganancia obteni­da por el método honroso de la toma y conversión. Estas ocupacio­nes tienen la naturaleza de empleos predatorios, no de empleos pro­ductivos. Algo parecido puede decirse de la caza, pero con una diferencia. Al salir la comunidad de la etapa cazadora propiamente la caza se va diferenciando gradualmente en dos ocupaciones dife­rentes. Por una parte se convierte en un oficio, que se cumple prin­cipalmente con vistas a la ganancia; de éste el elemento de proeza o hazaña está virtualmente ausente, o cuando menos no se da en gra­do suficiente para exonerar a dicho empleo de la imputación de ser un trabajo productivo. Por otra parte la caza se convierte en un de­porte, un simple ejercicio del impulso predatorio. Como tal no ofre­ce ningún incentivo pecuniario apreciable, pero contiene un elemen­to más o menos obvio de proeza o hazaña. Es esta segunda evolución de la caza -purgada ya de toda imputación de trabajo- la única me­ritoria y pertenece con justicia al esquema de vida de la clase ociosa desarrollada.

La abstención del trabajo no es solamente un acto honorífico y me­ritorio, sino que, con el transcurso del tiempo, se convierte en requi­sito indispensable de la decencia. La insistencia en la posesión de pro­piedad como base legítima de la reputación es muy ingenua e imperiosa en las primeras etapas de la acumulación de riquezas. La abstención del trabajo es la prueba convencional de la posesión de ri­queza y, por lo tanto, una señal o emblema convencional del rango social; la insistencia en el mérito de la riqueza en sí conduce a una in­sistencia más vigorosa en el ocio. Nota notae est nota rei ipsius. Según leyes bien conocidas de la naturaleza humana la prescripción en un momento dado toma esta prueba visible y convencional de la rique­za y la fija en los hábitos mentales de los hombres como algo en sí mis­mo meritorio y ennoblecedor, mientras el trabajo productivo, al mis­mo tiempo y por un procedimiento semejante, se vuelve doblemente indigno. La prescripción acaba por volver al trabajo, no sólo deshon­roso a los ojos de la comunidad, sino moralmente imposible para el hombre noble y libre e incompatible con una vida digna.

Este tabú que pesa sobre el trabajo tiene una consecuencia poste­rior en la diferenciación industrial de las clases que constituyen una sociedad. Al aumentar en densidad la población y crecer el grupo pre­datorio, convirtiéndose en una comunidad sedentaria industrial, las autoridades constituidas y las costumbres que rigen la propiedad se amplían y consolidan. En un momento dado se vuelve impracticable la acumulación de riqueza por simple toma o apropiación, y, lógica­mente, es igualmente imposible para los hombres de pensamientos elevados y poco dinero adquirirla mediante su propio trabajo. Les queda la alternativa de la mendicidad o la privación. En dondequie­ra que la ley del ocio conspicuo puede proceder sin obstáculos a su culminación natural surgirá una clase ociosa secundaria y, en cierto sentido, espuria; seres muy pobres que viven una vida precaria de po­breza e incomodidad, pero moralmente incapacitados para descen­der a emplearse en ocupaciones gananciosas. El caballero en deca­dencia y la dama venida a menos son fenómenos que todavía no dejan de ser familiares. Esta convicción de que el trabajo manual es indig­no les es tan familiar a los pueblos civilizados como a los pueblos de cultura pecuniaria menos avanzada. En personas de sensibilidad de­licada, que se han habituado durante mucho tiempo a los buenos mo­dales, la vergüenza del trabajo manual puede llegar a ser tan fuerte que, en un momento crítico, puede incluso triunfar del instinto de conservación. Es así como se relata de ciertos jefes polinesios que, por respetar rigurosamente el protocolo, prefirieron morir de hambre antes que llevarse el alimento a la boca con sus propias manos. Es cier­to que esta conducta puede atribuirse, cuando menos en parte, a una excesiva sacralidad o tabú anexo a la persona del jefe. El tabú se ha­bría comunicado por el contacto de sus manos, volviendo incomesti­ble cualquier cosa que tocaran. Pero el tabú se deriva él mismo de la indignidad o incompatibilidad moral del trabajo; de manera que in­cluso cuando se entiende de esta manera la conducta de los jefes po­linesios resulta más fiel al canon del ocio honorífico de lo que a pri­mera vista parecería. Una ilustración mejor, o menos susceptible a interpretaciones erróneas, es la de cierto rey de Francia del cual se dice que perdió la vida por un excesivo rigor moral en la observancia del correcto comportamiento. En ausencia del funcionario a quien correspondía mover la silla de su amo, el rey se quedó inmóvil ante el fuego permitiendo que su real persona se tostara en forma irrecupe­rable. Al comportarse así el rey salvaba a su Excesivamente Cristiana Majestad de la contaminación servil.

Summum crede nefas animam praeferre pudori, Etpropter vitam vivendi perderé causas.

Ya se ha observado que el término de "ocio" tal y como lo usamos aquí, no connota indolencia o pasividad. Lo que indica es el gasto improductivo de tiempo. El tiempo se consume improductivamente 1) por sentirse que el trabajo productivo es indigno, y 2) como prue­ba visible de la capacidad pecuniaria de darse una vida de ocio.

Pero no toda la vida del caballero de ocio discurre ante los ojos de los espectadores a quienes hay que impresionar con el espectáculo de ese ocio honroso que, de acuerdo con el esquema ideal, constitu­ye su vida. Porque es forzoso que alguna parte de su vida transcurra lejos de la vista del público, y de esta porción el caballero de ocio de­be, para conservar su buen nombre, poder dar una constancia satis­factoria. Tiene, pues, que encontrar alguna forma de comprobar el ocio que no transcurre a la vista de los espectadores. Esto sólo se pue­de hacer indirectamente, mediante la exhibición de resultados tan­gibles, duraderos, del ocio transcurrido en una forma análoga a la ex­hibición (de todos conocida) de los productos tangibles, duraderos, del trabajo realizado para el caballero de ocio por los artesanos y sir­vientes que emplea.

La prueba duradera del trabajo productivo es su producto material, comúnmente algún artículo de consumo. En el caso de la proeza o ha­zaña también se acostumbra procurar algún resultado tangible que pueda servir para exhibirlo como trofeo o botín. En una fase poste­rior del desarrollo cultural se acostumbra adoptar algún emblema o insignia que servirá como señal convencional de la proeza, que indi­ca al mismo tiempo la cantidad o grado de habilidad, destreza o fuer­za que simboliza. Al aumentar la densidad de la población y volverse más complejas y numerosas las relaciones humanas, todos los detalles de la vida sufren un proceso de elaboración y selección; en este pro­ceso el uso de trofeos se desarrolla convirtiéndose en un sistema de rangos, títulos, grados e insignias, ejemplos típicos de los cuales son los escudos heráldicos, las medallas y las condecoraciones.

Desde el punto de vista de la economía, el ocio, considerado como ocupación, está estrechamente aliado por su naturaleza con la vida cuyo objeto es la realización de proezas; los éxitos que caracterizan a la vida de ocio, y que siguen siendo sus criterios de decoro o decen­cia, tienen mucho en común con los trofeos obtenidos para compro­bar las proezas realizadas. Pero, en sentido más estricto, el ocio, a di­ferencia de la proeza y también de cualquier esfuerzo ostensiblemen­te productivo encaminado a la obtención de objetos intrínsecamen­te inútiles, no deja por lo común ningún producto material. Las pruebas que sirven de criterio para juzgar el ejercicio del ocio toman pues, por lo común, la forma de bienes "inmateriales". Las eviden­cias inmateriales del tiempo transcurrido ociosamente consisten en la adquisición de habilidades cuasieruditas o cuasiartístícas y en el co­nocimiento de procesos e incidentes no directamente conductivos al mejoramiento o prolongación de la vida humana. Por ejemplo, en nuestro propio tiempo, el conocimiento de las lenguas muertas y las ciencias ocultas; de la ortografía; de la sintaxis y de la prosodia; de las diversas formas de la música doméstica y demás artes hogareñas; de las últimas formas aprobadas en lo tocante a vestidos, muebles y carrozas; de los juegos, deportes, y animales de pura raza, tales como perros y caballos. En todas estas ramas del conocimiento el motivo original de su adquisición, y debido al cual se pusieron inicialmente de moda, fue, quizás, algo muy distinto del deseo de demostrar que uno no había pasado su tiempo trabajando; pero, si estas habilidades no hubieran comprobado su utilidad como demostraciones visibles de un gasto improductivo de tiempo, no habrían sobrevivido y con­servado vigencia en cuanto habilidades convencionales de la clase ociosa.

 

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Como se indicó ya en un capítulo anterior, hay motivos para creer que la institución de la propiedad comenzó con la propiedad de perso­nas, y principalmente de mujeres. Los incentivos para adquirir seme­jante propiedad parecen haber sido 1 ] la propensión a la dominación y a la coerción; 2] la utilidad de estas personas como prueba de la ha­bilidad y fuerza de su dueño; 3] la utilidad de sus servicios.

El servicio personal tiene un lugar especial en el desarrollo econó­mico. Durante la etapa industrial cuasipacífica, y especialmente du­rante el primer desarrollo de la industria dentro de esta etapa gene­ral, la utilidad de sus servicios parece ser, por lo común, el motivo predominante de la adquisición de personas. Los sirvientes son valo­rados por sus servicios. Pero el predominio de este motivo no se de­be a alguna disminución en la importancia absoluta de las otras dos funciones que cumplen los sirvientes. Es, más bien, que las circuns­tancias alteradas de la vida acentúan la utilidad de los sirvientes en cuanto tales, o sea por sus servicios. Las mujeres y demás esclavos son altamente apreciados, tanto como evidencia de la posesión de rique­zas como en cuanto medio de acumularlas. Junto con el ganado, si la tribu es pastoril, son la forma acostumbrada de inversión lucrativa. Durante la etapa cultural cuasipacífica la esclavitud femenina puede transmitir su naturaleza a la vida económica en grado tal que la mu­jer llega a servir como unidad de valor entre los pueblos que viven es­ta etapa cultural; por ejemplo, en los tiempos homéricos. En donde es así apenas puede discutirse que la base del sistema industrial es la posesión de esclavos y que las mujeres son, en general, esclavas. La más importante y omnipresente relación humana en semejante siste­ma es la de amo y sirviente. La prueba aceptada de riqueza es la po­sesión de muchas mujeres, y, con el transcurso del tiempo, también de otros esclavos ocupados en rendir servicios personales a su amo y en producir bienes para él.

En un momento dado sobreviene una división del trabajo por la cual el servicio personal y la continua disponibilidad en torno al amo se convierte en trabajo especial de una parte de los sirvientes, mien­tras que los que están completamente empleados en los trabajos in­dustriales propiamente dichos se encuentran cada vez más separados de toda relación inmediata con la persona física de su dueño. Al mis­mo tiempo aquellos sirvientes encargados del servicio personal, in­cluidos en éste los deberes domésticos, vienen gradualmente a que­dar exentos de todo empleo productivo de carácter lucrativo.

Este proceso de exención progresiva del tipo normal de empleo industrial comenzará comúnmente con la exención de la esposa, o de la esposa principal. Una vez que la comunidad ha avanzado a la etapa sedentaria la captura de las mujeres de las tribus enemigas se vuelve poco práctica como fuente normal de abastecimiento. En don­de se ha alcanzado esta etapa cultural, la esposa principal es, por lo general, de buena cuna o "sangre azul", y este hecho acelerará su exención de todo trabajo vulgar. La manera en que se origina el con­cepto de la buena cuna o estirpe, así como el sitio que ocupa en el desarrollo del matrimonio, es algo que no podemos discutir aquí. Pa­ra el tema que nos ocupa bastará con decir que la sangre "azul" es sangre que ha sido ennoblecida por el prolongado contacto con la ri­queza acumulada o con el goce ininterrumpido de una situación privilegiada. La mujer que tiene estos antecedentes es preferida en ma­trimonio, tanto por la consecuente alianza con sus poderosos parien­tes como porque se siente que una dignidad o valor superior es inhe­rente a la sangre que ha estado asociada con muchos bienes y gran poder. Seguirá siendo una esclava que es propiedad de su esposo, pe­ro es al mismo tiempo de la sangre "azul" de su padre; y por lo tanto habría un contrasentido o incongruencia moral en dedicarla a los em­pleos degradantes de los demás sirvientes. Por completamente que esté sometida a su amo, y por inferior que sea su posición a la de los miembros masculinos del estrato social en el que la ha colocado su nacimiento, el principio de que la nobleza o calidad "azul" de la san­gre es transmisible obrará para colocarla por encima del esclavo co­mún; y, en cuanto este principio ha adquirido autoridad prescriptiva, actuará para otorgarle en cierta medida el privilegio del ocio que es la principal señal exterior de la nobleza o sangre "azul". Al impulso de este principio de la transmisibilidad de la nobleza la exención de la esposa se ve cada vez más ampliada, siempre y cuando la riqueza de su dueño lo permita, hasta incluir su exención, no sólo del trabajo productivo, sino del servicio personal. Al desarrollarse más la indus­tria y concentrarse la propiedad en un número relativamente menor de manos, se eleva el nivel convencionalmente aceptable de riqueza para la clase superior. La misma tendencia a la exención de todo tra­bajo manual lucrativo, y, con el transcurso del tiempo, de los empleos domésticos serviles, se afirmará entonces respecto de las demás espo­sas, si es que las hay, también con respecto a otros sirvientes que atien­den personalmente al amo. Esta exención se retrasa más mientras más remota sea la relación del sirviente con la persona física del amo.

Si la situación pecuniaria del amo lo permite, propicia además el desarrollo de una clase especial de sirvientes personales la grave im­portancia que viene a atribuirse a este tipo de servicios. El cuerpo del amo, que es la personificación concreta de la dignidad y del honor, es de la mayor importancia. Tanto para su posición honrosa en la co­munidad como para su autoestima es absolutamente imperativo que tenga a su disposición sirvientes eficientes y especializados cuyas aten­ciones personales no sean distraídas de éste, su principal cargo, por ninguna otra ocupación. Estos sirvientes especializados son útiles más para fines de exhibición que por los servicios que en realidad rinden. En la medida en que se los mantiene sólo con fines de despliegue, la satisfacción principal que proporcionan al amo es darle amplia opor­tunidad de satisfacer su propensión a dominar a los demás. Es cierto que un tren de vida familiar cada vez más complicado y ambicioso, el cuidado de un hogar integrado por un número cada vez mayor de fa­miliares y sii-vientes, puede exigir trabajo adicional; pero, como co­múnmente el tamaño y la complejidad se incrementan como medio de obtener una mejor reputación, y no un mayor bienestar, esta con­sideración no tiene gran peso. Todos estos fines se cumplen mejor mediante un número mayor de sirvientes más altamente especializa­dos. Se origina, en consecuencia, una continuamente creciente dife­renciación y multiplicación de sirvientes domésticos y personales, así como una concomitante exención progresiva de dichos sirvientes de todo trabajo productivo. Puesto que sirven como prueba de la capa­cidad de pagarles, el cometido de dichos sirvientes tiende regular­mente a abarcar un número cada vez menor de deberes y su servicio tiende a ser, finalmente, sólo nominal. Esto es especialmente cierto acerca de aquellos sirvientes que atienden más inmediata y visible­mente a su amo. De manera que su utilidad llega a consistir, en gran medida, en su ostentosa y visible exención de todo trabajo productivo y en la evidencia que esta exención proviene de la riqueza y el poder de su amo.

Cuando ha avanzado considerablemente la práctica de emplear a un cuerpo especial de sirvientes para dedicarlos al ocio conspicuo de la manera descrita, comienza a preferirse a los hombres por encima de las mujeres para los servicios que los ponen más visiblemente en evidencia. Los hombres, sobre todo los jóvenes fuertes y bien pareci­dos, como deben ser los lacayos y demás sirvientes inferiores, son evi­dentemente más vigorosos y más costosos que las mujeres. Son más adecuados para este tipo de trabajo, puesto que despliegan ante el espectador un mayor desperdicio de tiempo y de energía humana. Es así como en la economía de la clase ociosa la esposa atareada de los primeros días patriarcales, con su cauda de doncellas laboriosas, cede el sitio, con el transcurso del tiempo, a la dama y al lacayo.