Henry James

HENRYJAMES

 

Henry James nació en Nueva York, en 1843. Su abuelo paterno, que era un inmigrante irlandés, se había establecido como comerciante con tanto éxito que a su muerte dejó varios millones de dólares. El padre de Henry James, uno de los herederos de tan bonita fortuna, era aficionado a la filosofía y a las letras, y un enamorado de la cultura europea. Su primer hijo, William, es el filósofo y psicólogo célebre, entre otras, por su obra sobre Las variedades de la experiencia religiosa. El segundo es Henry James, quizás el más importante novelista de lengua inglesa en las décadas finales del siglo xix.

En 1855 los hermanos fueron enviados durante varios años a estudiar en Europa y a empaparse de la cultura del Viejo Mundo. De regreso en su pa­tria Henry James intentó estudiar pintura por un tiempo (sus referencias al arte del retrato son frecuentes, y le encuentra una gran afinidad con el arte del novelista), pero pronto renunció a dedicarse profesionalmente a la pin­tura y decidió inscribirse en la Universidad de Harvard, donde estudió leyes por un breve periodo. A pesar de estas vacilaciones su vocación estaba ya de­finida, y en la década de 1860 decidió dedicarse por completo a las letras. En 1864 publicó su primera reseña crítica, y en 1865 su primer cuento, ambos en prestigiosas revistas literarias. Siguió visistando Europa y finalmente, 1876, se estableció en Londres. Allí sus novelas comenzaron a ganarle fama, y su obra, sumamente prolífica, encontró una buena acogida, tanto de parte del público como de la crítica. Henry James regresó dos veces a Estados Unidos, aunque por poco tiempo. La segunda fue en 1910, cuando murió su herma­no, William James. En 1915 un año antes de su propia muerte, se nacionali­zó ciudadano británico.

 

Además de novelista Henry James fue un crítico importante. Escribió ex­tensamente, no sólo respecto de otros novelistas, sino también sobre su pro­pia obra, y la edición completa de sus novelas contiene una introducción a cada una de éstas, en que el autor explica el proceso y razones de su gesta­ción. La teoría de la novela desarrollada en estos y otros comentarios tuvo, junto con su obra novelística, una gran influencia.

Aunque estos textos críticos de James, sobre todo el intitulado Arte de la ficción, tienen gran interés, no los hemos utilizado aquí por referirse a obras o autores específicos, o ser excesivamente largos. Hemos escogido, por lo tanto, un texto que parecerá desproporcionadamente breve, pero que nos pa­rece al mismo tiempo encantador y oportuno, sobre la critica misma y la fi­gura del critico. En él Henry James analiza el impacto del fenómeno perio­dístico sobre la cultura, y revela un pesimismo sobre el futuro de la literatura que, hoy en día, parece más profético que nunca.

 

 

 

 

 

 

 

LA CRÍTICA1

 

 

 

 

 

Si puede decirse que la crítica literaria florece entre nosotros en ab­soluto, entonces es indudable que florece inmensamente, ya que inunda la prensa periódica como un río que ha roto sus diques. Su abundancia es prodigiosa, y es una mercancía que, como quiera que se calcule la demanda, la oferta con toda seguridad será lo viltimo que nos faltará en cualquier caso imaginable. Lo que impresiona an­te todo al observador, con respecto a semejante caudal, es la inespe­rada desproporción del discurso respecto de los objetos del discurso -la escasez de ejemplos, de ilustraciones y productos, y el diluvio de doctrina suspendida en el vacío; la profusión de palabras y pobreza de experimentación en lo que podría llamarse comportamiento lite­rario. Pero de hecho ésta deja de parecer una anomalía en cuanto consideramos las condiciones en que se realiza el periodismo con­temporáneo. Entonces vemos que estas condiciones han engendrado la práctica de la "reseña" -práctica que, en general, no tiene nada en común con el arte de la crítica. La literatura periódica es una enor­me boca abierta que hay que alimentar, una vasija de capacidad in­mensa que hay que llenar. Es como un tren puntual que arranca siempre a la hora anunciada, pero que sólo puede salir si todos los asientos están ocupados. Los asientos son muchos, el tren fangosa­mente largo, de allí que se fabriquen maniquíes para aquellas tem­poradas en que no hay suficientes pasajeros. Se coloca un muñeco relleno de paja en el asiento vacío, y allí está, manteniendo una apa­riencia respetable hasta el final del viaje. Su apariencia es bastante parecida a la de un pasajero de verdad, y sólo nos damos cuenta de que no lo es cuando ni dice nada ni se baja del tren. Cuando el tren

 

 

 

1 Tomado de Essays in London and ebewhere.

 

cambia de vía el guardia se hace cargo, le sopla la cara para quitarle las cenizas y lo cambia de postura, para que pueda servir para otra corrida. De esta manera, en una publicación periódica bien adminis­trada, los cuadros de relleno son los maniquíes de la crítica, las olas recurrentes y regulares de la marea de palabras. Tienen su razón de ser y todo es más sencillo, cuando lo entendemos. Esto ayuda a ex­plicar no sólo la desproporción que acabo de mencionar sino, en mu­chos casos, la calidad del discurso particular. Nos ayuda a entender que los "órganos de la opinión pública" deben ser tan copiosos co­mo puntuales, que la publicidad debe mantener su alto nivel, y que damas y caballeros puedan ganarse honradamente algunos centavos desperdiciando tinta. Nos permite vislumbrar la alta cifra presumi­ble alcanzada por la suma de los centavos honradamente ganados en esta causa, y nos reconforta notablemente el ánimo cuando conside­ramos con orgullo la marcha de la civilización y la forma en que he­mos organizado nuestras comodidades. Desde este punto de vista po­dría hacer mucho por convertirnos en entusiastas admiradores de nuestra propia época. ¿Qué podría estar mejor calculado para inspi­rarnos una justa complacencia que la contemplación de una nueva y floreciente industria, una magnífica economía de la producción? El gran negocio de la reseña muestra, en su estruendosa rutina, muchas señales de la más floreciente salud, muchas facciones que lo seducen a uno y le arrancan expresiones de involuntario homenaje a tan prós­pera empresa.

 

Pero no hay que negar que se pueden encontrar personas capcio­sas a quienes no enloquece de gusto el espectáculo, que lo contem­plan con desconfianza, que distinguen sólo oscuramente hacia dón­de se encamina, y que no encuentran ayuda alguna para la visión en la gran luz (respecto de sí mismo, su espíritu y sus objetivos, entre otras cosas) que podría haberse esperado que difundiera. "¿Existe en efec­to semejante gran luz?", podemos imaginarnos tales palabras en boca del más inquieto de estos escépticos. "¿No es más bien un reflejo, o cierta clase de pretenciosa y nada útil neblina crepuscular?" La vul­garidad, la crudeza, la estupidez que esta acariciada combinación de la reseña distraída con nuestro maravilloso sistema de publicidad han puesto en circulación en escala tan vasta puede imaginarse, en seme­jante estado de ánimo, como una invención sin precedentes para os­curecer el entendimiento. El así confundido puede preguntarse, sin obtener respuesta fácil, qué función cumple en la vida del hombre semejante repetición periódica de perogrulladas e impertinencias. Semejante espíritu se preguntará cómo la sobrevive la vida del hom­bre, y, algo mucho más importante, cómo la resiste la literatura; si, en efecto, la resiste, o si no estará rápidamente hundiéndose bajo su pe­so. Las señales de semejante catástrofe no serían, en el caso que su­ponemos, demasiado sutiles para ser descubiertas: la pérdida de ele­gancia, la debilidad del estilo, la escasez de conocimientos, la ausencia de pensamientos. El caso se presta pues para reconocer espantados que estamos pagando un tremendo precio por la difusión de la cali­grafía y las oportunidades; que la multiplicación de dotaciones per­manentes de fondos a las instituciones para la habladuría puede ser tan fatal como una enfermedad contagiosa que la literatura vive esen­cialmente, en las sagradas profundidades de su ser, del ejemplo, de la perfección esmeradamente labrada; que, como otros organismos sensibles, es sumamente susceptible de desmoralizarse, y que nada está mejor calculado que la pedagogía irresponsable para hacer que cierre los oídos y los labios. Ser infantil e inculto con respecto a ella es privarla de aire y de luz, y la consecuencia para ella de las malas compañías es que se descorazona por completo. Podemos, por su­puesto, seguir hablando de ella mucho tiempo después de que haya muerto de aburrimiento, y todo parece indicar que ésta es la princi­pal forma en que se enterarán de su existencia nuestros descendien­tes. Aceptarán, sin embargo, su extinción.

 

Me doy cuenta de que ésta es una lúgubre convicción, y no pre­tendo expresar la situación en términos alegres. Lo más que puedo decir es que hay ocasiones y lugares en que parece menos desespera­da. Uno de tales sitios es París y la ocasión alguna placentera de es­tar en esa ciudad. La costumbre de reseñar como quiera y a la carre­ra está, entre los franceses, mucho menos enraizada que entre nosotros, y a mi manera de ver, la dignidad de la crítica es, en conse­cuencia, mucho más alta. Se considera a este arte como uno de los más difíciles, de los más delicados, de los más ocasionales; y el mate­rial sobre el cual se ejerce está sujeto a selección, a restricciones. O sea que, tengan o no siempre razón los franceses en cuanto a los li­bros que comentan, me da la impresión de que son infalibles respec­to de los que dejan en silencio. Publican cientos de libros que jamás son reseñados, y sin embargo son mucho mejores editores que noso­tros. Se reconoce que dichos libros no tienen nada que decir al sen­tido crítico, que no pertenecen a la literatura, y que la posesión del sentido crítico es precisamente lo que vuelve imposible leerlos y te­dioso discutirlos, y los coloca, en cuanto parte de la experiencia crí­tica, fuera de discusión. El sentido crítico no se incomoda, como di­cen los franceses, por tan poco. Nadie negaría, por otra parte, que cuando llega a incomodarse, va más lejos que entre nosotros. Trata el asunto en general con más finos y sensibles dedos. La torpeza y as­pereza de los nuestros, en cuanto implementos abocados a un pro­ceso exquisito, sigue sorprendiendo a veces, a pesar de haberse exhi­bido con tanta frecuencia. Entramos en el asunto a empujones y tropezones, como si se tratara de una estación de ferrocarril, como si fuera, de todas, la más fácil y accesible de las artes. Cuando es, en realidad, la más compleja e individual. El sentido crítico es tan poco frecuente que es absolutamente excepcional, y la posesión del con­junto de cualidades que lo sirven una de las más altas distinciones. Es un don inestimablemente precioso y hermoso; lejos de pensar que pasa de mano en mano, uno sabe que basta con estar de pie junto al mostrador una hora para percatarse de que las transacciones se rea­lizan con moneda de mala ley. Tenemos demasiados profesorcitos; y sin embargo no cuestiono la alta utilidad de la crítica para la litera­tura, y me sentiría incluso tentado a decir que el papel por ella de­sempeñado puede ser en extremo beneficioso cuando procede de fuentes profundas, de la combinación eficiente de la experiencia y la percepción. Cuando lo considera así, uno ve al crítico como el ver­dadero asistente del artista, como la escolta que cabalga junto a él, iluminando con su antorcha el camino, como el intérprete, como el hermano. Mientras más se advierta la tonada y se observe el rumbo, más gozaremos de la utilidad de una literatura crítica. Cuando se piensa en los requisitos, en el equipo que se necesita para trabajar li­bremente en este espíritu, uno está dispuesto a rendir casi cualquier homenaje a la inteligencia que se ha tomado semejante trabajo; y cuando se considera al noble guerrero completamente equipado, ar­mado de pies a cabeza en curiosidad y simpatía, uno se enamora de la aparición. Representa con seguridad al caballero que se ha pasa­do de rodillas velando sus armas una larga vigilia, y que tiene la de­voción propia de.su oficio. Porque hay algo de víctima y de sacrificio en su papel, en cuanto se ofrece a sí mismo como piedra de toque general. Prestarse, proyectarse y empaparse, sentir y sentir hasta en­tender, y entender tan bien que se pueda expresar en palabras lo en­tendido; retener la capacidad de observación en el punto más alto de la pasión, y un poder expresivo tan amplio que todo lo abarque, como el aire, ser infinitamente curioso e incorregiblemente pacien­te, y sin embargo maleable e inflamable y determinable, inclinarse para conquistar y servir para dirigir... qué excelentes oportunidades para una mente activa, oportunidades de sumar la idea de la belleza independiente a la concepción del éxito. En la proporción misma en que es sensible e inquieto, en que reacciona y responde y penetra, es el crítico un instrumento valioso; porque en literatura con toda se­guridad la crítica es el crítico, de la misma manera que el arte es el artista; siendo sin duda alguna el artista quien inventó el arte y el crí­tico quien inventó la crítica y no al revés.

 

Y sucede con los diversos tipos de crítica exactamente lo mismo que con los diversos tipos de arte: la mejor, la única de la cual vale la pena hablar, es la crítica que nace de la más viva experiencia. Hay cien etiquetas y títulos en todo este asunto, que han sido adheridos desde afuera, y que parecen existir para la comodidad de los transeúntes que pasan de largo; pero el crítico que vive dentro de la casa, que va­ga por sus innumerables cuartos, no sabe nada de los nombres que la decoran por fuera. Sólo sabe que mientras más impresiones recibe más es capaz de registrar, y que mientras más se satura, el pobre, más puede dar. Su vida, a este paso, es heroica, porque es siempre de se­gunda mano, siempre vive, y vive intensamente, por otros. Tiene que entender por otros, tiene que responder por otros; está siempre con las armas al alcance de la mano. Sabe que para él todo el honor del combate, aparte del éxito en su propia estima, depende de ser incan­sablemente flexible, y eso es mucho pedir. No debo hablar, sin em­bargo, como si su obra fuera una labor que le fuera conscientemente pesada, porque la conciencia del esfuerzo se pierde fácilmente en el entusiasmo de la curiosidad. Cualquier vocación tan estrechamente conectada con la vida tiene sus horas de intensidad. La del crítico, en literatura, está doblemente conectada, porque se enfrenta a la vida tanto de primera como de segunda mano; quiero decir que maneja la experiencia de otros, que convierte en suya propia, y no la expe­riencia de esos otros seres inventados y seleccionados al arbitrio con quienes se entiende tan cómodamente el novelista, sino del enjam­bre de indóciles autores, de los clamorosos hijos de la historia. Tiene que hacerlos tan vivos y libres como hace el novelista a sus propios tí­teres, y sin embargo tiene que tomarlos, como quien dice, tal y como son. Debemos tratarlo con cierta indulgencia si el retrato, incluso cuando se haya propuesto en realidad penetrar hasta el fondo, resul­ta a veces confuso, porque hay modelos enigmáticos, y modelos in­gratos; y todo se lo pagamos con la peculiar pureza de nuestra admi­ración cuando el retrato que nos ofrece es realmente, como los retratos afortunados de ese otro arte, un texto conservado gracias a la traducción.

1891