Henry David Thoreau

HENRY DAVID THOREAU

 Henry David Thoreau nació en el pueblo de Concord, en 1817. Al leerlo se nos presenta como curiosamente desligado de sus antecesores, y nos sorpren­demos al enterarnos de que tenía excelentes relaciones con su familia, y que ésta tenía cualidades morales e intelectuales excepcionales. En la época en que nació Thoreau, había perdido ya su fortuna, pero, a pesar de su escasez de recursos, envió al joven Thoreau a estudiar a Harvard.

Si la familia de Thoreau se esfuma para sus lectores, Thoreau se presen­ta, en cambio, ligado en forma vital y permanente, quizá simbólica, a su en­torno geográfico inmediato; la región de Concord, que en sus escritos apa­rece como un edén semisalvaje donde el trabajo personal permite subsistir a un nivel primitivo pero profundamente satisfactorio.

En un principio Thoreau hizo intentos esporádicos de ganarse la vida en forma convencional -como maestro, tutor, escritor, etcétera- pero pronto se dio cuenta de que no servía para tales menesteres, o bien renunció con ple­na conciencia a ellos, por implicar el sacrificio de algo que le era mucho más importante: la autenticidad o sinceridad absoluta, y la independencia de cri­terio y soberanía individual que sólo podía mantener incólumes a costa de renunciar a cualquier carrera encuadrada dentro del marco de un contexto social que rendía culto a valores inaceptables para él.

En 1845, a los veintiocho años, tomó un paso simbólica y literariamente decisivo, y comenzó a desarrollar la forma de vida y el pensamiento que lo harían famoso. Durante dos años se retiró terminantemente del "mundanal ruido" y se fue a vivir junto a la laguna de Walden, desbrozando el terreno, construyendo con sus propias manos una choza, y suministrándose a sí mis­mo todo lo necesario. Este es el tema de su obra mas famosa, Walden, en la que relata, no sólo lo que hizo, sino lo que pensaba mientra lo hacía. Porque finalmente lo que hace Thoreau cuando escribe es relatar sus propios pen­samientos, con su contexto físico y temporal inmediato y en perfecto desor­den, tal como se le van ocurriendo. En este sentido es un romántico, rebel­de a toda regla, que prefiere sacrificar la elegancia del estilo y el rigor lógico a la autenticidad y espontaneidad del pensamiento. Su estilo se ajusta, pues, a su contenido y lo expresa fielmente.

Thoreau fue amigo y discípulo de Emerson y formó parte del grupo de


los trascendentalistas. Las afinidades son obvias, pero hay entre Emerson y Thoreau una importante diferencia. Aunque Emerson no era totalmente po­lítico y condenaba la esclavitud, su fe en una especie de mecanismo autocom-pensatorio del universo lo hacía considerar con bastante calma tales proble­mas. Thoreau, en cambio, apasionado y, aunque amaba su soledad y su tranquilidad, que consideraba indispensables para realizar su trabajo intelec­tual, no podía permanecer indiferente ante un problema moral que, de al­guna manera, le incumbía. Es posible que en esta actitud de Thoreau hayan infinido sus antecesores, ya que su familia era antiesclavista y algunos de sus parientes habían ocultado en sus hogares a esclavos fugitivos. Finalmente Thoreau tomó posición abiertamente, negándose a pagar impuestos a un go­bierno que admitía la esclavitud y hacía la guerra a México con fines imperia­listas, y hablando públicamente y con notable elocuencia sobre el asunto. El texto que aquí incluimos, Sobre la desobediencia civil, es uno de los más famo­sos de los escritos por Thoreau y tuvo una amplísima influencia, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. De hecho el movimiento de resistencia pasi­va encabezado por Ghandi en la India revela claramente dicha influencia. También los movimientos norteamericanos de mediados del siglo xx, en fa­vor de los derechos civiles de los negros y en contra de la guerra de Vietnam tomaron, como método de lucha, el de la resistencia pasiva inaugurada por Thoreau.

Pero no sólo en las formas de lucha política desarrolladas por los nortea­mericanos se ve la influencia de Thoreau. Su experiencia de Walden fue to­mada corno modelo por los jóvenes que, en las décadas de 1950 y f960, vol­vieron la espalda al carrerismo y al éxito convencional, y comenzaron a vivir en comunas libres donde el trabajo manual debía suministrar lo necesario para la subsistencia.

De los 39 volúmenes escritos por Thoreau sólo dos se publicaron duran­te su vida, y el propio autor pagó la edición. Hacia el final sus artículos y con­ferencias lo habían vuelto famoso, sobre todo por su ardiente defensa de la causa antiesclavista, pero sus escritos abarcan una infinidad de temas y, a pe­sar de ser sumamente disparejos y desordenados, leerlos es una de las activi­dades más placenteras para quien gusta de la espontaneidad inteligente.

Thoreau murió en 1862, poco antes de cumplir los cuarenta y cinco años. Vale la pena citar sus últimas palabras; cuando alguien le preguntó si había hecho las paces con Dios, contestó: "Nunca nos hemos peleado."

la desobediencia civil (1849)

 

 

Aplaudo de todo corazón el lema: "El mejor gobierno es el que me­nos gobierna", y me gustaría verlo cumplido más rápida y sitemática-mente. Llevado a la práctica equivale finalmente a este otro, en que también creo: "El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto", y cuando los hombres estén preparados para él, ése será el gobierno que tendrán. El gobierno es, en el mejor de los casos, una manera de salir del paso, un medio de resolver problemas inaplazables; pero la mayoría de los gobiernos son, casi siempre, y todos los gobiernos son, alguna vez, superfluos o ineficaces. Las objeciones que se han presentado contra el mantenimiento de un ejército en tiempo de paz -y éstas son muchas y de gran peso, y merecen prevalecer- pue­den también, a final de cuentas, servir de argumento en contra del mantenimiento de un gobierno. El ejército permanente es sólo un brazo del gobierno permanente. El gobierno mismo, que es tan sólo la forma en que el pueblo ha elegido hacer ejecutar su voluntad, es tan susceptible como el ejército de ser utilizado con fines bastardos y corrompido o desnaturalizado antes de que el pueblo pueda actuar a través de él. Véase el caso de la actual guerra contra México, obra de relativamente pocos individuos que utilizan al gobierno perma­nentemente como su instrumento; porque, en un principio, el pue­blo no habría consentido esta medida.

Este gobierno americano, ¿qué es sino una tradición, aunque re­ciente, que se esfuerza por transmitirse incólume a la posteridad, pero que a cada instante pierde algo de su integridad? No tiene la vi­talidad y la fuerza de un solo hombre vivo; porque un solo hombre puede doblegarlo a su voluntad. Para el pueblo mismo es una es­pecie de fusil de madera. Pero no por ello es menos necesario; porque el pueblo ha de tener algún tipo de aparato complicado, y escuchar el ruido que hace, para satisfacer la idea que üene de gobierno. Los gobiernos demuestran así con cuánto éxito se puede engañar a los hombres, e incluso engañarse los hombres a sí mismos, en provecho propio. Esto es estupendo, debemos admitirlo. Y sin embargo este mismo gobierno nunca hizo progresar empresa alguna sino por la ce­leridad con la cual se quitó de su camino. El no mantiene libre al país. El no coloniza el Oeste. El no educa. El carácter inherente del pue­blo americano es el que ha hecho todo lo que se ha hecho; y habría hecho más, si el gobierno no lo hubiera a veces impedido. Porque el gobierno es un dispositivo mediante el cual los hombres aspiran a de­jarse unos a otros en paz; y, como se ha dicho, cuando más eficaz, más deja en paz a los gobernados. El intercambio y el comercio, si no es­tuvieran hechos de hule, jamás lograrían saltar los obstáculos que con­tinuamente colocan en su camino los legisladores; y, si uno hubiera de juzgar a estos hombres exclusivamente por lo efectos de sus accio­nes y no también en parte por sus intenciones, merecerían ser cata­logados y castigados junto con los malhechores que ponen piedras o leños en el camino de los trenes.

Pero, para hablar en forma práctica y como ciudadano, a diferen­cia de los llamados adeptos del no gobierno, pido, no de una vez e in­mediatamente que no haya gobierno, sino de una vez e inmediatamen­te un gobierno mejor. Que cada hombre haga saber qué tipo de gobierno merecería su respeto, y se habrá dado un paso hacia su ob­tención.

Después de todo el motivo práctico de que, una vez que el poder está en manos del pueblo, se permita gobernar a la mayoría, y seguir gobernando por un largo periodo, no es porque la mayoría tenga ma­yores posibilidades de estar en lo justo, ni porque esto le parezcajus-to a la minoría, sino porque es, físicamente, la más fuerte. Pero un gobierno en que gobierne siempre y en todos casos la mayoría no puede basarse en la justicia, ni siquiera en la medida en que ésta es comprensible para los hombres. ¿No puede haber un gobierno en que lo justo o injusto no lo decida virtualmente la mayoría, sino la conciencia? ¿En que la mayoría sólo decida aquellas cuestiones a las cuales se puede aplicar la regla de la comodidad y la eficiencia? ¿Debe el ciudadanojamás por un momento, o en el menor grado, re­nunciar a su conciencia y dejarla en manos del legislador? ¿Para qué tiene entonces cada hombre una conciencia? Creo que debemos ser hombres primero, y ciudadanos después. No es tan deseable cultivar el respeto por la ley como por lajusticia. La única obligación que ten­go derecho a asumir es la de hacer en cualquier momento lo que creo justo. Se dice con verdad que una corporación no tiene conciencia, pero una corporación de hombres que tienen conciencia es una cor­poración que sí tiene conciencia. La ley nunca hizo ni un ápice más justos a los hombres; y, por el respeto que le tienen, hasta los bien dis­puestos se convierten diariamente en agentes de injusücia. Un resul­tado común y natural del indebido respeto por la ley es que se pue­de ver una fila de soldados —coronel, capitán, cabos, soldados rasos, chiquillos ayudantes de los artilleros, todos juntos- marchar en admi­rable orden colina arriba y colina abajo a la guerra, en contra de su voluntad, sí, en contra de su propio sentido común y de su concien­cia, lo cual vuelve terriblemente empinada la cuesta, y produce pal­pitaciones del corazón. No les cabe ninguna duda de que están en­vueltos en un negocio malhadado; todos se inclinan por la paz. Pues bien, ¿qué son? ¿Hombres? ¿O pequeñas fortalezas y depósitos de pól­vora móviles, al servicio de algún hombre carente de escrúpulos que está en el poder? Visita la base naval y contempla un infante de mari­na, un hombre, un hombre tal como lo puede hacer el gobierno ame­ricano, o más bien lo que puede hacer de un hombre mediante su magia negra, una mera sombra y reminiscencia de humanidad, un hombre ya tendido y muerto, aunque esté vivo y de pie, ya, como quien dice, enterrado bajo sus armas con ritos militares.

La masa de los hombres sirve al Estado, no fundamentalmente co­mo hombres, sino como máquinas, con sus cuerpos. Ellos forman el ejército permanente, y la guardia nacional, ellos son los carceleros, los policías, los civiles armados convocados por los alguaciles para ayudarlos en su tarea, etc. En la mayoría de los casos no hay ejerci­cio libre deljuicio o del sentido moral, sino que se ponen al nivel de la madera y la tierra y las piedras; y quizá sería posible fabricar hom­bres de madera que sirvieran tan bien como ellos para los fines pro­puestos. Éstos no merecen más respeto que los hombres de paja o zoquetes. Tienen tan sólo la misma clase de valor que los perros y los caballos. Y sin embargo son tenidos comúnmente por buenos ciuda­danos. Otros hombres -tales como la mayoría de los legisladores, po­líticos, abogados, ministros y hombres que ocupan puestos públicos-sirven al Estado principalmente con sus cabezas; y, como rara vez hacen ninguna distinción moral, es tan probable que sirvan al De­monio, sin proponérselo, como a Dios. Muy pocos -como los héroes, los patriotas, mártires, reformadores en el gran sentido, y hombres-sirven al Estado también con sus conciencias, y por lo tanto nece­sariamente lo resisten y se le oponen la mayoría de las veces; y son comúnmente tratados por el gobierno como enemigos. Un hombre sabio sólo será útil como hombre, y no se someterá a ser convertido en "barro" para "tapar el agujero e impedir que entre el viento", sino que dejará ese oficio en todo caso a sus restos, una vez que se hayan convertido en polvo.

Quien se entrega enteramente a sus semejantes les parece a ellos inútil y egoísta; pero quien se entrega a ellos parcialmente es pronun­ciado benefactor y filántropo.

¿Cómo le corresponde a un hombre comportarse ante este gobier­no americano el día de hoy? Yo contesto que no puede asociarse con él sin perder su honor y sufrir vergüenza. No puedo ni por un instan­te reconocer como mi gobierno a una organización política que go­bierna también al esclavo.

Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución; es decir, el derecho a negar su lealtad al gobierno y oponerle resistencia cuan­do su tiranía o su ineficiencia son grandes e insoportables. Pero casi todos dicen que no estamos en ese caso. Pero sí creen que era el ca­so, en la Revolución [de Independencia] de 1775. Si alguien me di­jera que éste es un mal gobierno porque cobra impuestos sobre cier­tas mercancías extranjeras traídas a sus puertos, lo más probable es que no haría por ello un gran escándalo, porque puedo vivir sin ellas. Todas las máquinas tienen su fricción; y es posible que ésta haga su­ficiente bien para compensar el mal que hace. En todo caso, es un gran mal hacer un escándalo al respecto. Pero cuando la fricción lle­ga a tener su propia maquinaria, y la opresión y el robo están organi­zados, yo digo, no tengamos por más tiempo semejante máquina. En otras palabras, cuando la sexta parte de la población de una nación que se ha propuesto ser el refugio de la libertad está esclavizada, y to­do un país [México] es injustamente invadido y conquistado por un ejército extranjero, y sujeto a ley militar, creo que no es demasiado pronto para que los hombres honrados se rebelen y hagan una revo­lución. Lo que da urgencia mayor a este deber es el hecho de que el país así invadido no es el nuestro, pero es nuestro el ejército invasor.

Paley, una autoridad respetada por muchos en lo referente a cues­tiones morales, en su capítulo sobre "El deber de someterse al gobier­no civil" reduce todas las obligaciones civiles a una cuestión de con­veniencia o eficiencia; y procede a decir que "mientras el interés de toda la sociedad así lo requiera, es decir, mientras el gobierno esta­blecido no pueda ser resistido o cambiado sin inconveniencia para el público, es voluntad de Dios que sea obedecido el gobierno estable­cido, y no por más tiempo... Una vez admitido este principio, lajus-ticia de la resistencia en cada caso particular se reduce a la computa­ción por una parte de la cantidad de peligro y número de quejas, y por la otra de las probabilidades y el costo de deshacer el mal." De es­to, dice, todo hombre juzgará por sí mismo. Pero Paleyjamás parece haber considerado aquellos casos a los cuales no aplica la ley de la conveniencia o eficiencia, en los que un pueblo, tanto como un indi­viduo, tiene que hacer justicia cueste lo que cueste. Si le he arranca­do injustamente su tabla a un náufrago que se ahoga, tengo el deber de devolvérsela aunque me ahogue yo mismo. Esto, según Paley, se­ría inconveniente. Pero quien en tal caso salve su vida, la perderá. Es­te pueblo debe dejar de tener esclavos, y de hacerle la guerra a Méxi­co, aunque le cueste su existencia en cuanto pueblo.

En la práctica, las naciones hacen lo que recomienda Paley; ¿pero piensa alguno que lo que hace el estado de Massachusetts es lo justo en la crisis actual?

Hablando en términos prácticos, quienes se oponen a la reforma en Massachusetts no son cien mil políticos allá en el Sur, sino cien mil comerciantes y granjeros aquí mismo, que se interesan más en el co­mercio y la agricultura que en la humanidad, y que no están prepa­rados para hacerle justicia al esclavo y a México cueste lo que cueste. Mi pleito no es con enemigos lejanos sino con quienes, cerca de mi pro­pia casa, colaboran con los enemigos lejanos, y cumplen sus órdenes y sin quienes los que están lejos no podrían hacer daño. Estamos acos­tumbrados a decir que la masa no está preparada; pero la mejoría es lenta porque los pocos no son perceptiblemente mejores o más sa­bios que la multitud. No es tan importante que muchos sean tan bue­nos como tú, como que haya alguna bondad en alguna parte; porque ésa sería la levadura que transformaría la masa. Play millares de hom­bres que se oponen, en opinión, a la esclavitud y a la guerra, y que sin embargo no hacen nada para ponerles fin; que, estimándose hijos de Washington y de Franklin, se sientan con las manos en los bolsillos, y dicen que no saben que hacer, y no hacen nada; que incluso pospo­nen la cuestión de la libertad, considerando más importante el libre cambio, y leen tranquilamente los precios corrientes en el mercado junto con las últimas noticias llegadas de México, después de cenar, y, probablemente, se quedan dormidos encima de ambas. ¿Cuál es el precio corriente en el mercado de un hombre honrado y un patrio­ta? Vacilan y se lamentan, y a veces firman peticiones al gobierno; pe­ro no hacen nada en serio y con eficacia. Esperarán, de buena gana, a que otros remedien el mal, para no tener que lamentarse de él por más tiempo. Cuando mucho dan tan sólo un miserable voto, y una débil autorización y aliento a lajusticia cuando pasajunto a ellos. Hay novecientos noventa y nueve patrocinadores de la virtud por cada hombre virtuoso. Pero es más fácil entenderse con el verdadero po­sesor de una cosa que con el guardián temporal de ella.

Toda votación es una especie de juego de azar, como el de damas o backgammon, con un ligero tinte moral; es jugar con lo que debe y no debe ser, con cuestiones morales; la apuesta es su acompaña­miento natural. El carácter de los votantes no está enjuego. Doy mi voto, tal vez, por lo que creo justo; pero no me comprometo vitalmen­te a que prevalezca el bien. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. La obligación del votante, por lo tanto, nunca va más allá de lo que resulte conveniente o útil o práctico. Incluso votar por lo jus­to no es hacer nada en su favor. No es sino expresar débilmente ante los hombres el deseo de que prevalezca. Un hombre sabio no dejará lo justo a la merced del azar, no querrá que prevalezca por el poder de la mayoría. Hay poca virtud en la acción de las masas. Cuando a la larga la mayoría vote por la abolición de la esclavitud, será porque la esclavitud les ha llegado a ser indiferente, o porque queda poca es­clavitud que abolir. Los únicos esclavos entonces serán ellos. Sólo pue­de apresurar la abolición de la esclavitud el voto de quien afirma su propia libertad mediante su voto.

He oído hablar de una convención que habrá en Baltimore, o en otra parte, para elegir un candidato a la presidencia, en la cual parti­ciparán profesionales; pero, pienso yo, ¿qué le importa a ningún hom­bre independiente, inteligente y respetable cuál será el candidato nombrado? ¿No podemos contar con algunos votos independientes? ¿No hay acaso en el país muchos individuos que no asisten a las con­venciones? Pero no: encuentro que el hombre supuestamente respe­table ha abandonado inmediatamente su posición, y ha desesperado de su patria, cuando en verdad su patria tiene mayor motivo para de­sesperar de él: este hombre adopta inmediatamente a uno de los can­didatos elegidos de la manera descrita como el único disponible, pro­bando así que él mismo está disponible para cualquier fin que se proponga el demagogo. Su voto no vale más que el de cualquier ex­tranjero carente de principios, o nativo alquilado, a quienes se pue­de comprar. ¡Dadme un hombre que sea un hombre, y que, como di­ce mi vecino, tenga una columna vertebral a través de la cual no sea posible pasar la mano! Nuestras estadísticas están equivocadas: la po­blación se ha calculado mal. ¿Cuántos hombres hay en cada mil millas cuadradas en este país? Difícilmente se encontrará uno. ¿Es que Amé­rica no ofrece ningún aliciente a los hombres para que vengan a es­tablecerse aquí? El americano se ha encogido hasta convertirse en un Tipo Raro, reconocible por el desarrollo de su órgano gregario, y por una manifiesta carencia de intelecto y alegre confianza en sí mismo; cuya primera y principal preocupación, al llegar al mundo, es asegu­rarse de que los hospicios para pobres estén en buenas condiciones; y, antes de llegar a la edad de vestir el traje viril, recaudar un fondo para el sostenimiento de las viudas y huérfanos que pueda haber en el futuro; que, en breve, sólo se atreve a vivir con asistencia de la com­pañía de seguros, que le ha prometido enterrarlo decentemente.

El hombre no tiene, obligatoriamente, el deber de dedicarse a la extirpación de un mal, ni siquiera del más enorme; puede con pro­piedad tener otros asuntos que atender; pero sí es su deber lavarse al menos las manos, y, si deja de pensar en él, no darle su apoyo prácti­co. Si me dedico a otras ocupaciones y contemplaciones debo antes asegurarme, al menos, de que no me dedico a ellas sentado sobre los hombros de otro hombre. Debo antes quitarme de sus hombros, pa­ra que él también pueda ocuparse de sus asuntos. Véase cuan burda incoherencia lógica se tolera. He oído decir a algunos de mis conciu­dadanos: "¡Me gustaría que me ordenaran tomar las armas para re­primir una insurrección de esclavos, o marchar a México... a ver si pueden obligarme a ir!"; sin embargo, cada uno de estos mismos hombres, directamente, al seguir leales al gobierno, y por lo tanto in­directamente, cuando menos, con el dinero de sus impuestos, ha pro­porcionado un sustituto. Aplauden al soldado que se niega a servir en una guerra injusta los mismos que no se niegan a mantener al go­bierno injusto que hace la guerra; lo aplauden aquellos cuyas propias leyes y autoridad el soldado desobedece y desprecia; como si el Esta­do estuviera tan avergonzado de su pecado que alquilara a alguien para azotarlo mientras peca, pero no tanto que dejara de pecar por un momento. Es así que, so capa de los nombres de Orden y Gobier­no Civil, se nos obliga finalmente a todos a rendir homenaje a nues­tra propia bajeza y apoyarla. Después del primer rubor del pecado viene la indiferencia; y de inmoral se vuelve, como quien dice, amo­ral, y no del todo indispensable para la vida que nos hemos hecho.

El error más amplio y más prevaleciente requiere de la virtud más desinteresada para sostenerlo. El ligero reproche al cual se presta co­múnmente la virtud del patriotismo es más fácilmente merecido por los de corazón noble. Aquellos que, aunque desaprueban el carácter y las medidas de un gobierno, le rinden de todas formas obediencia y apoyo, son, indudablemente, sus sostenes más concienzudos, y por lo tanto los más serios obstáculos a la reforma. Algunos piden al [go­bierno de su] estado que disuelva la Unión, y haga caso omiso de las requisiciones del presidente. ¿Por qué no la disuelven ellos mismos -es decir la unión entre ellos mismos [en cuanto ciudadanos] y el Es­tado- negándose a pagar su cuota a la tesorería? ¿Acaso no guardan la misma relación con el Estado que el Estado con la Unión? ¿No son idénticos motivos los que han impedido al Estado oponerse a la Unión y a ellos resistirse al Estado?

¿Cómo es posible que un hombre se contente con albergar mera­mente una opinión y complacerse en ella? ¿Hay acaso placer alguno, si su opinión es que tiene un motivo de queja? Si tu vecino te defrau­da en un solo dólar, no descansas y te satisfaces con saber que te esta­faron, o con decir que te estafaron, ni siquiera con pedirle que te pague lo que te debe; sino que en seguida tomas medidas efectivas para obtener la cantidad total que se te adeuda, y para asegurarte de que jamás te volverá a estafar. La acción que nace de principios mo­rales, la percepción y puesta en práctica de lo que debe ser, cambia las cosas y las relaciones; es esencialmente revolucionaria e incompa­tible con el pasado. No sólo divide a los estados y a las iglesias, se di­vide a las familias; es más, divide al individuo, separando en él lo dia­bólico de lo divino.

Existen leyes injustas: ¿nos contentaremos con obedecerlas?, ¿o nos esforzaremos por hacerlas enmendar, obedeciéndolas en tanto lo ha­yamos logrado?, ¿o las infringiremos de una vez? En general los hom­bres, bajo un gobierno como éste, piensan que deben esperar hasta haber convencido a la mayoría de que las cambie. Piensan que, si se resisten, el remedio sería peor que la enfermedad. Es él quien lo ha­ce peor. ¿Por qué no está más dispuesto a anticiparse y hacer lo nece­sario para reformarse? ¿Por qué no estima y escucha a su minoría sa­bia? ¿Por qué grita y se resiste antes de ser herido? ¿Por qué no alienta a sus ciudadanos a estar alerta y señalar sus defectos, y a obrar mejor de lo que les pide? ¿Por qué invariablemente crucifica a Cristo, y ex­comulga a Copérnico y a Lulero, y pronuncia rebeldes a Washington y a Franklin?

Uno pensaría que una negación y rechazo deliberado y práctico de su autoridad fuera la única ofensa que jamás hubiera previsto el gobierno; o si no, ¿por qué no le ha asignado un castigo definido, ade­cuado y proporcionado a la culpa? Si un hombre carente de propie­dad se niega una sola vez a ganar nueve chelines para el Estado, lo ponen en la cárcel por un periodo que no delimita ley alguna que yo conozca, y que sólo determina la discreción de quienes lo metieron en la prisión; pero si roba al Estado noventa y nueve chelines, pron­to lo dejan otra vez en libertad.

Si la injusticia es parte de la inevitable fricción de la maquinaria del gobierno, que pase, que pase; quizá la fricción alisará las partes que rozan, y se acabe; en todo caso es seguro que la máquina se gas­tará y acabará por descomponerse y dejar de funcionar. Si la injusti­cia tiene un resorte, o una polea, o una cuerda, o una manivela ex­clusivamente para ella, entonces tal vez habría que considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de tal naturale­za que te exige que seas agente de injusticia contra otro, entonces, yo digo, rompe la ley. Que tu vida sea una contrafricción que contribu­ya a parar la máquina. Lo que tengo que hacer es cerciorarme, en to­do caso, de que no me usen para realizar el mal que condeno.

En cuanto a recurrir a las formas prescritas por el Estado para re­mediar la enfermedad, no las conozco. Consumen demasiado tiem­po, y habrá pasado la vida. Además, tengo otras cosas que hacer. Vi­ne a este mundo, no principalmente para hacer de él un buen lugar para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino hacer algo; y por el hecho de que no puede hacerlo todo, no se sigue que esté obligado a hacer algo malo. No es tarea mía presentar demandas al gobierno o al Congreso, como tam­poco es tarea suya presentármelas a mí; ¿y qué tal si no escuchan mi demanda? ¿Qué haré entonces? Pero en este caso el Estado no indi­ca qué se puede hacer; no indica procedimiento alguno; su Constitu­ción misma es la enfermedad. Mis palabras pueden parecer rudas y poco conciliadoras; pero tratan con la mayor amabilidad y conside­ración al único espíritu que puede apreciar o merecerlas. Así es todo cambio por algo mejor, como el nacimiento y la muerte, que convul­sionan al cuerpo.

No vacilo en afirmar que quienes se llaman a sí mismos "abolicio­nistas" deben en forma inmediata y efectiva retirar su apoyo al gobier­no de Massachusetts, tanto en su persona como en su propiedad, y no esperarse a haber constituido esa mayoría de uno [más de la mitad] antes de hacer que la justicia prevalezca a través de ellos. Creo que basta con que tengan a Dios de su lado, sin esperar a ese hombre adi­cional. Es más, cualquier hombre que tenga más razón que sus veci­nos es ya una mayoría de uno.

Me encuentro directamente con este gobierno americano o con su representante, el gobierno de mi estado, frente a frente, una vez al año, no más, en la persona del recaudador de impuestos; ésta es la única manera en que un hombre en la posición en que estoy yo se lo encuentra por necesidad; y entonces me dice claramente "¡Reconó­ceme!" y la forma más sencilla, más efectiva, y, dada la situación ac­tual, la forma indispensable de tratar con él sobre el asunto, de ex­presar la poca satisfacción y amor que le tenemos, es negarlo en esa ocasión. Mi vecino, el recaudador de impuestos, es precisamente el hombre con quien tengo que habérmelas -porque es, después de to­do, con hombres, y no con pergaminos que tengo pleito- y él ha ele­gido voluntariamente ser agente del gobierno. ¿Cómo sabrá jamás precisamente lo que es y lo que hace en cuanto funcionario del go­bierno, o en cuanto hombre, mientras no se vea obligado a conside­rar si ha de tratarme a mí, su vecino, a quien respeta, como a vecino y hombre de buena voluntad, o como a un lunádco perturbador del orden, y vea si puede superar este obstáculo a sus intenciones de buen vecino sin recurrir a pensamientos o palabras rudas e impetuosas que correspondan a su acción [en cuanto agente del gobierno]. Sé bien que si mil, o cien, o diez hombres que yo pudiera nombrar, si tan só­lo diez hombres honrados, si tan sólo un hombre honrado en este esta­do de Massachusetts, renunciando a tener esclavos, se retirara en la práctica de esta sociedad [con el Estado], y fuera por ello encerrado en la cárcel del condado, eso significaría la abolición de la esclavitud en América. Porque no importa cuan pequeño parezca el principio: lo que una vez ha sido bien hecho ha sido hecho para siempre. Pero nos gusta más hablar: decimos que ésta es nuestra misión. La refor­ma mantiene ocupados en su servicio a muchas veintenas de periódi­cos, pero no a un solo hombre. Si mi estimado vecino, el embajador del Estado, que dedica su tiempo a discutir la cuestión de los dere­chos humanos en el Consejo de la Cámara, en vez de verse amenaza­do con las prisiones del estado de Carolina, se sentara en la cárcel del estado de Massachusetts, tan ansioso de colgarle el pecado de la es­clavitud a Carolina, aunque ahora sólo encuentre pretexto para el pleito en un acto de inhospitalidad, el Congreso no olvidaría del to­do el tema en la sesión del próximo invierno.

 

Bajo un gobierno que encarcela injustamente a un hombre, el de­hielo sitio para un hombre justo es también la cárcel. El sitio adecua­do, hoy en día, el único sitio que ha provisto el estado de Massachu­setts para sus espíritus más libres y animosos está en sus cárceles, a donde los remite y excluye el propio estado por decisión propia de la misma forma que se han excluido a sí mismos del estado por sus principios morales. Es allí donde el esclavo fugitivo, el prisionero me­xicano libre bajo caución, y el indio llegado a abogar por su raza de­ben encontrarlo; en ese terreno apartado, más libre y honorable, donde pone el estado a quienes no están con él sino contra él, el úni­co hogar en un estado esclavista en que puede vivir con honor un hombre libre. Si alguien piensa que su influencia se perderá allí, y su voz dejará de afligir el oído del estado, que no será como un enemi­go dentro de sus puertas, entonces no sabe cuánto más fuerte es la verdad que el error, ni con cuánta mayor elocuencia y eficacia pue­de combatir la injusticia quien la ha sufrido un poco en su propia persona. Da todo tu voto, y no sólo una tira de papel, sino toda tu in­fluencia. La minoría es impotente mientras se conforme a todos los dictados de la mayoría; no es entonces ni siquiera una minoría; pero en cambio es irresistible cuando pone enjuego toda su fuerza. Si ha de escoger entre tener encarcelados a todos los hombres justos o re­nunciar a la guerra y la esclavitud, el Estado no vacilará. Si mil hom­bres se negaran este año a pagar sus impuestos, ésa no sería una me­dida violenta ni sangrienta, y en cambio sí lo sería pagarlos, y poner al Estado en condiciones de ejercer la violencia y derramar sangre inocente. Esta es, de hecho, la definición de una revolución pacífica, si tal cosa es posible. El recaudador de impuestos, o cualquier otro funcionario público me pregunta, como me han preguntado, "¿Pe­ro qué puedo hacer?", mi respuesta será, "Si realmente quieres hacer algo, renuncia a tu cargo." Cuando el ciudadano ha negado su leal­tad, y el funcionario ha renunciado a su puesto, entonces se ha cum­plido la revolución. Pero supongamos que llegue a correr sangre. ¿No corre acaso una especie de sangre cuando está herida la conciencia? Por la boca de esta herida fluye la verdadera hombría e inmortalidad del hombre, y sangra hasta caer en una muerte sin fin. Veo correr es­ta sangre ahora.