Benjamin Franklin

BENJAMIN FRANKLIN 

Benjamín Franklin nació en Boston, en 1706, siendo el décimo hijo dejosiah Franklin, fabricante de velas. A los doce años, después de estudiar el equi­valente de la primaria, su padre lo colocó como aprendiz en la imprenta de su medio hermano, James. A los diecisiete años, harto de los conflictos, ge­nerados por su carácter independiente y su precocidad, con un patrón que era también su hermano mayor, emigró a Filadelfia, donde encontró traba­jo como impresor. Su curiosidad insaciable, su afición a la lectura y su en­canto personal le granjearon amigos poderosos que ofrecieron ayudarlo a instalar su propia imprenta, motivo por el cual viajó a Inglaterra, donde des­cubrió que los ofrecimientos carecían de solidez, y consiguió trabajo en una imprenta de Londres. Allí, antes de cumplir los veinte años, escribió e im­primió un ensayo filosófico que le ganó amigos entre los intelectuales ingle­ses. Al regresar a Filadelfia no tardó en abrirse camino y establecerse por su cuenta.

Es importante recordar que los impresores de la época solían ser también editores y, con frecuencia, dueños de periódicos. Su influencia iba, pues, más allá de lo que a primera vista pudiera parecer. El mismo Franklin inició la pu­blicación de un famoso almanaque (PoorRichards Almanack) que adquirió gran popularidad y llegó a instalarse en los hogaresjunto a la Biblia, siendo consultado continuamente en busca de información y consejos prácticos de todo tipo.

El talento y el instinto gregario de Franklin le ganaron prestigio y popu­laridad personal, y éstos se transformaron en nombramientos públicos. Ade­más de los cargos desempeñados, tales como el de impresor oficial de la co­lonia de Pennsylvania y representante de su legislatura en Londres durante varios años, sus actividades públicas incluyeron la fundación de la primera biblioteca circulante de Estados Unidos, de la Sociedad Filosófica America­na, de una "sociedad" de bomberos voluntarios, etcétera.

Su éxito comercial le permitió retirarse a la temprana edad de cuarenta y dos años, para dedicarse por completo a sus investigaciones científicas y sus actividades políticas. Cuando surgieron los problemas entre las colonias bri­tánicas y el gobierno metropolitano participó en forma prominente, redac­tando, junto con Tom Paine, la constitución del estado de Pennsylvania (la


más avanzada de las nuevas constituciones estatales); fue uno de los firman­tes de la Declaración de Independencia y sirvió como embajador de las colo­nias rebeldes ante el gobierno de Francia, logrando su apoyo económico y militar contra los ingleses. Es indudable que los contactos que ya tenía en Francia gracias a su correspondencia científica influyeron, junto con su ame­na y culta conversación, en la cálida recepción que se le brindó en ese país.

Franklin comenzó a escribir su Autobiografía en 1771, con la idea de pasar­le la receta de sus éxitos a su hijo. La intención lo retrata. Estaba convencido de que la clave del éxito y la felicidad podía reducirse a una serie de reglas prácticas que estaban al alcance de cualquier hombre que tuviera ante su pro­pia vida la actitud del buen trabajador ante la materia prima que va a trans­formar en un objeto útil o bello. El optimismo de Franklin se debía, induda­blemente, no sólo a sus tempranos éxitos (en gran medida atribuibles a su propio talento y carácter) sino a las condiciones en que le tocó vivir: un país nuevo, con una extrema movilidad social, en una etapa del capitalismo en que la competencia era libre y el capital necesario podía acumularse median­te el trabajo personal o con la ayuda de un número reducido de empleados. De hecho, en la época en que vivió Franklin, comerciante, empresario y tra­bajador significaban lo mismo, y se utilizaba la misma palabra tradesman para designar las tres actividades. Sin embargo este optimismo no se debía sola­mente a las circunstancias descritas, sino que era compartido en Europa por quienes esperaban que el desarrollo de la ciencia produciría automáticamen­te el de las posibilidades del ser humano y que bastaba con quitarle a la razón las trabas impuestas por el despotismo político y religioso de los siglos ante­riores para que encontrara la solución a los problemas de la humanidad.

Fuera de su Autobiografía la obra escrita de Franklin es sumamente difusa y fragmentaria, con excepción de sus comunicaciones científicas, que resul­tan excesivamente especializadas para interesar al lector común. Es por eso que sólo incluimos, como ilustración de esa faceta de su personalidad, la pro­puesta de fundar una sociedad filosófica norteamericana y una carta sobre remolinos que dan, al menos, una idea de lo que era la comunicación cien­tífica en el siglo xvui.

En materia religiosa Franklin comparte una actitud que llegó a ser típica del norteamericano: si bien rehuye el dogmatismo y la pretensión de validez exclusiva y absoluta de cualquier religión, rechaza al mismo tiempo el ateís­mo y considera que es recomendable practicar alguna religión. En el caso es­pecífico de Franklin esta posición se fundamenta en la utilidad social de las religiones, las cuales considera convenientes como garantía de moralidad. De hecho este culto a la utilidad práctica, que Franklin atribuye también a la ciencia, tiene mucho de filantropía en su caso... filantropía que demostró ampliamente a lo largo de su vida. Como ejemplo curioso al respecto, pue­de mencionarse que se negó a patentar su invención de la estufa que lleva su nombre con objeto de que su uso estuviera al alcance del mayor número po­sible de personas.

La influencia de Benjamín Franklin, sobre todo en una primera etapa del desarrollo norteamericano, es incalculable. La convicción de que cualquiera podía enriquecerse mediante el trabajo y el ahorro, de que es preferible con­servar los amigos que ganar las discusiones, de que el tiempo es dinero y, en cierta forma, la amistad también, y que el dinero es bueno y un fin que uno se puede proponer legítimamente en la vida, que la felicidad es alcanzable en esta vida, etcétera. Todo esto puede no ser ni exclusivo ni original, pero Fran­klin, tanto en sus escritos (sumamente populares) como en su propia vida, re­presentaba el triunfo de este programa y de estos ideales, y es difícil que no hayan servido, en cierta medida, de modelo a las siguientes generaciones. Ayu­dó, además, a poner en pie a la nueva república, y a ponerla sobre un camino de tolerancia, ideales democráticos y respeto por la ciencia y la educación. 

autobiografía 

[Fragmentos]

 

.. .Mis principales amigos en esa época eran Charles Osborne, Joseph Watson yjames Ralph... todos amantes de la lectura. Los dos prime­ros eran empleados de un eminente notario de la ciudad, Charles Brogden; el otro de un comerciante. Watson era un joven piadoso, sensato, de gran integridad. Los otros un tanto menos estrictos en cuanto a sus principios religiosos, especialmente Ralph, quien, como Collins, había sido inquietado por mis elucubraciones, moüvo por el cual ambos me hacían sufrir. Osborne era sensato, honrado, franco -sincero y afectuoso con sus amigos- pero en cuestiones literarias de­masiado afecto a la crítica. Ralph era ingenioso, fino en sus modales y en extremo elocuente; creo que nunca conocí a otro hombre que hablara mejor. Ambos eran grandes admiradores de la poesía y co­menzaron a probar su mano en pequeñas composiciones. Los cuatro compartimos muchos agradables paseos dominicales por el bosque sobre las riberas del río Schuylkill, leyéndonos unos a otros y discu­tiendo lo leído. Ralph se inclinaba a entregarse por entero a la poe­sía, no cabiéndole duda de que podría adquirir gran destreza en ella e incluso hacer fortuna. Pretendía que los poetas mayores habían seguramente cometido tantos errores como él cuando comenzaron a escribir. Osborne procuraba disuadirlo, asegurándole que no tenía talento alguno para la poesía, y le aconsejaba que no pensara en na­da más allá del oficio para el que se le había preparado: "Que pol­la vía mercantil, aunque no tuviera bienes, podría, mediante su dili­gencia y puntualidad, recomendarse para un empleo de agente y adquirir con el tiempo lo necesario para comerciar por cuenta pro­pia." Yo, por mi parte, aprobaba que uno se entretuviera escribiendo poesía de vez en cuando, lo necesario para mejorar su dominio del idioma, pero no más. Con este motivo se propuso que cada uno de no­sotros produjera para nuestro próximo encuentro un poema de nues­tra propia inspiración, con el fin de mejorarlos mediante las mutuas observaciones, críticas y correcciones. Como el lenguaje y la expre­sión era lo que teníamos en mente excluimos toda consideración res­pecto de la originalidad, acordando que la tarea sería una versión del salmo xviii, que describe el descenso de una deidad. Al acercarse el tiempo en que debíamos reunimos, Ralph me hizo una visita duran­te la cual me informó que tenía ya preparada su composición; yo le dije que por mi parte, debido a mis ocupaciones y a mi poca inclina­ción hacia la poesía, no había escrito nada. Entonces me enseñó su poema para que le diera mi opinión, y se lo aprobé de buena gana, por parecerme que tenía gran mérito. "Pues bien" dijo él, "Osborne jamás admitirá que nada mío tenga el menor mérito sino que hará mil críticas por pura envidia. De ti no tiene tantos celos. Deseo por consecuencia que lleves esta composición y la presentes como propia. Yo fingiré no haber tenido tiempo, y no presentaré nada. Veremos qué dice." Quedamos de acuerdo y yo inmediatamente la copié para que apareciera en mi propia letra. Nos reunimos. Se leyó la compo­sición de Watson; había en ella algunas bellezas, pero muchos defec­tos. Luego se leyó la de Osborne; era mucho mejor. Ralph le hizo jus­ticia, notó algunos defectos, pero aplaudió las bellezas. Él mismo no tenía nada qué presentar. Yo me resistía, simulaba estar deseoso de que se me disculpara de mi obligación, no había tenido tiempo sufi­ciente para corregir lo escrito, etcétera; pero no se admitió excusa al­guna, y tuve que presentar "mi" poema. Fue leído dos veces; Watson y Osborne renunciaron a la competencia uniendo sus aplausos. Sólo Ralph hizo algunas críticas y propuso enmiendas, pero yo defendí mi texto. Osborne estaba en contra de Ralph, y le dijo que era más ca­paz de criticar que de componer versos. Al regresar estos dos juntos a casa, Osborne se expresó más fuertememente todavía en favor del poema que creía mío, habiéndose refrenado antes, según dijo, por miedo a que yo pensara que deseaba halagarme. "¡Quién se habría imaginado", exclamó, "que Franklin fuera capaz de semejante proe­za... tan viva descripción, tanta fuerza, tal fuego! Incluso ha mejora­do el original. En su conversación corriente parece no tener un gran vocabulario; su lengua vacila y tropieza, sin embargo, buen Dios, ¡có­mo escribe!" Cuando nos reunimos la siguiente vez Ralph reveló la broma que les habíamos hecho y nos reímos de Osborne. Este episo­dio decidió definitivamente a Ralph a convertirse en poeta. Yo hice todo lo que pude por disuadirlo, pero siguió garabateando versos has­ta que Pope lo curó. Sin embargo se convirtió en muy buen prosista. Hablaré mucho de él más adelante, pero, como puedo no tener oca­sión de volver a hablar de los otros dos, comentaré aquí que Watson murió en mis brazos unos años más tarde; fue muy lamentado, sien­do el mejor hombre de nuestro grupo. Osborne se fue a las Indias Occidentales, donde se convirtió en un abogado eminente e hizo di­nero, pero murió joven. El y yo habíamos hecho un grave pacto, ju­rando que el primero en morir haría al otro una visita amistosa, de ser posible, para enterarlo de cómo encontraba las cosas en ese otro estado. Pero nunca cumplió su promesa.

El gobernador, a quien parecía agradar mi compañía, me invitaba con frecuencia a su casa y hablaba siempre de ayudarme a instalar mi propio negocio como algo seguro. Debía llevar conmigo cartas suyas de recomendación a algunos de sus amigos, además de la mencio­nada carta de crédito que me proporcionaría el dinero necesario pa­ra comprar la prensa, los tipos, el papel, etcétera. Me citó para que pasara a recoger dichas cartas en diversas ocasiones en que deberían estar listas, pero seguía remitiéndolas a un tiempo futuro. Así segui­mos hasta que el barco (cuya partida también había sido pospuesta varias veces) estuvo a punto de zarpar. Cuando visité su casa para des­pedirme y recoger las cartas, su secretario el doctor Bard, salió y me dijo que el gobernador estaba en extremo ocupado escribiendo, pero que estaría en New Castle antes que el barco y que allá me entregarían las cartas.

Ralph, aunque se había casado y tenía un hijo, estaba decidido a acompañarme en este viaje. Se pensaba que iba con intenciones de establecer una corresponsalía y conseguir mercancías para venderlas a comisión. Pero luego me enteré de que, habiéndose disgustado con los parientes de su esposa, se proponía dejarla en manos de ellos y no regresar jamás a América. Habiéndome despedido de mis amista­des e intercambiado promesas con la señorita Read, salí de Filadel-fia en el barco, que ancló más tarde en New Castle. Allí se encontra­ba, efectivamente, el gobernador, pero cuando fui a su posada el mismo secretario salió a hablarme de su parte con expresiones de la mayor tristeza por no poder entonces recibirme, debido a estar ocu­pado en negocios de suma importancia, pero que me enviaría las car­tas a bordo. Me deseaba muy cordialmente un buen viaje y un pron­to regreso, etcétera. Volví al barco un tanto perplejo pero sin dudar todavía.

El señor Andrew Hamilton, famoso abogado de Filadelfia, había tomado pasaje para él y su hijo en el mismo barco y, junto con el se­ñor Denham, un comerciante cuáquero, y los señores Onion y Rossel, dueños de una herrería en Maryland, ocuparon la cámara mayor, de manera que Ralph y yo nos vimos obligados a aceptar un camarote pequeño y, como nadie a bordo nos conocía, nos consideraban perso­nas comunes y corrientes. Pero el señor Hamilton y su hijo (James, el que más tarde fue gobernador) regresaron de New Castle a Filadelfia, habiendo sido reclamado el padre mediante un generoso honorario para defender la causa de un barco incautado. Y subiendo a bordo el coronel Frenen justamente antes de que zarpáramos y mostrándome gran respeto, los otros me tomaron más en cuenta y fui invitado jun­to con mi amigo Ralph por los demás caballeros a comparür la cáma­ra mayor, habiendo ya sitio para ello. En consecuencia de lo cual nos mudamos.

Entendiendo que el coronel French había traído a bordo la corres­pondencia del gobernador, le pedí al capitán aquellas cartas que es­tuvieran sobrescritas a mi cargo. Dijo que todas estaban juntas en un saco y no podía entonces localizarlas, pero que antes de arribar a In­glaterra me daría oportunidad de identificarlas y tomarlas. Quedé por el momento satisfecho y proseguimos nuestro viaje. Teníamos muy buena compañía en la cámara y lo pasábamos excepcionalmente bien, contando por añadidura con los víveres del señor Hamilton, que se había abastecido abundantemente. Durante este pasaje el señor Den­ham contrajo por mí una amistad que duró toda su vida. El viaje, por lo demás, no fue muy agradable, ya que tuvimos mal tiempo.

Cuando entramos en el canal [de la Mancha] el capitán cumplió su promesa y me dio oportunidad de examinar el saco en busca de las cartas del gobernador. No encontré ninguna que estuviera escrita a mi cargo; escogí seis o siete que, por la letra, pensé que pudieran ser las cartas prometidas, especialmente las dirigidas a Basket, el impre­sor del rey, y al dueño de la papelería. Llegamos a Londres el 24 de diciembre de 1724. Visité al papelero, que me quedaba primero en el camino, entregándole la carta como proveniente del gobernador Keith. "No conozco a semejante persona", dijo, pero al abrir la carta, exclamó: "Ah, esto es de Riddlesden; hace poco he descubierto que es un perfecto canalla y me niego a tener nada que ver con él ni re­cibiré ninguna carta suya." Con lo cual, poniendo el sobre en mi ma­no, se volvió y me dejó para atender a un cliente. Me sorprendió en­terarme de que éstas no eran las cartas del gobernador; y, después de hacer memoria y comparar las circunstancias, comencé a dudar de su sinceridad. Encontré a mi amigo Denham y le hice saber todo el ne­gocio. Él me reveló el carácter de Keith; me dijo que no había la me­nor posibilidad de que hubiera escrito carta alguna para mí, que na­die que lo conociera tenía la menor confianza en él, y se rió de la idea de que el gobernador fuera a darme una carta de crédito, pues no te­nía, según dijo, ningún crédito él mismo y por lo tanto, ninguno que ofrecer. Al expresar yo cierta preocupación respecto de lo que debía yo hacer, me aconsejó que procurara algún empleo acorde con mi ha­bitual ocupación. "Entre los impresores de aquí" dijo, "aprenderás mucho; y cuando regreses a América te establecerás con mayor ven-taja."

Casualmente los dos sabíamos, tan bien como el papelero, que el licenciado Riddlesden era un verdadero canalla. Había medio arrui­nado al padre de la señorita Read convenciéndolo de que le sirviera de aval. Por su carta parecía que había en marcha un plan secreto que habría perjudicado al señor Hamilton, a quien se suponía de viaje junto con nosotros, y que Keith estaba envuelto en el negocio junto con Riddlesden. Denham, que era amigo de Hamilton, pensó que és­te debía saberlo, de manera que cuando [Hamilton] llegó a Inglate­rra, poco después, en parte por resentimiento y mala voluntad con­tra Keith y Riddlesden, y en parte por buena voluntad hacia él, lo visité y le entregué la carta. Me lo agradeció muy cordialmente, ya que la información era de importancia para él. Desde ese momento se hi­zo mi amigo, y esto me fue de gran provecho en muchas ocasiones.

¿Pero qué se puede pensar de un gobernador que engaña de tan triste forma y se burla tan groseramente de un pobre muchacho igno­rante? Era una costumbre que había adquirido. Deseaba complacer a todo el mundo, y como tenía poco que dar, daba esperanzas. Por lo demás era un hombre ingenioso, sensato, bastante buen escritor, y buen gobernador para el pueblo, aunque no para sus representados, los propietarios de la colonia, de cuyas instrucciones a veces no hacía caso. Varias de nuestras mejores leyes fueron planeadas por él y apro­badas durante su administración.

Ralph y yo éramos inseparables. Tomamos juntos alojamiento en Litüe Britain, a tres chelines con seis peniques por semana, que era tanto como entonces podíamos pagar. El encontró algunos parientes, pero eran pobres y no podían ayudarlo. Ahora me hizo saber su in­tención de quedarse en Londres y que no pensaba regresar jamás a Filadelfia. No había traído dinero consigo, habiendo gastado todo lo que pudo reunir para su viaje. Yo tenía quince libras de manera que ocasionalmente me pedía prestado para sobrevivir mientras buscaba algo que hacer. Primero intentó entrar en el teatro, pensado que po­día servir de actor; pero Wilkers, a quien acudió en busca de trabajo, le aconsejó con toda franqueza que no pensara en ese oficio, ya que era imposible que lograra éxito en él. Luego le propuso a Roberts, un editor de [la calle] Paternóster Row, escribir para él un periódico se­manal del tipo del Espectador, en condiciones que no aceptó Roberts. Luego procuró emplearse como copista para los papeleros y aboga­dos del barrio del Temple, pero no encontró vacante.

En cuanto a mí, yo inmediatamente conseguí trabajo en Palmer's, la famosa casa impresora de Bartholomew Cióse, y allí seguí durante casi un año. Era yo bastante diligente, pero gastaba con Ralph buena parte de mis ganancias en asistir al teatro y demás sitios de diversión. Entre ambos nos habíamos acabado todas mis reservas y ahora seguía­mos como fuera, viviendo al día. Ralph semejaba haber olvidado por completo a su esposa y a su hijo, y yo, gradualmente, mis compromi­sos con la señorita Read, a quien nunca escribí más que una sola car­ta para hacerle saber que no era probable que regresara pronto. Es­te fue uno de los grandes errores de mi vida que desearía corregir si hubiera de volver a vivirla. De hecho, debido a nuestros gastos, esta­ba continuamente incapacitado para pagar mi pasaje.

En la imprenta estuve empleado en componer la segunda edición de Religión de la naturaleza, de Wollaston. Como algunos de sus razo­namientos me parecieran mal fundamentados, escribí un breve texto metafísico comentándolos, llamado Disertación sobre la libertad y la ne­cesidad, el placer y el dolor. Se lo dediqué a mi amigo Ralph e imprimí unos cuantos ejemplares. Esto fue ocasión de que el señor Palmer me considerara un hombre de cierto ingenio, aunque me increpó grave­mente respecto de los principios expresados en mi panfleto, que le parecían abominables. El haber impreso este panfleto fue otro error.

Mientras estuve viviendo en Little Britain conocí a un tal Wilcox, librero, cuyo local estaba al lado. Tenía una inmensa colección de li­bros de segunda mano. En aquella época todavía no se usaban las bibliotecas circulantes, pero llegamos al acuerdo de que, en ciertas condiciones razonables, que he olvidado, podría yo tomar, leer y de­volver cualquiera de sus libros. Esto lo estimé como una gran venta­ja, y la utilicé cuanto pude.

Cayendo de alguna forma mi panfleto en manos de un tal Lyons, cirujano, autor de un libro llamado Infalibilidad, del humano entendimien­to, esto fue ocasión de que nos conociéramos; me tomó mucho en cuenta, me visitaba con frecuencia para conversar sobre estos temas, me llevaba en su carroza a The Horns, una cervecería de... Lañe, en Cheapside, y me presentó al doctor Mandeville (autor de La fábula de las abejas) que tenía allí un club, del cual era el alma, siendo un com­pañero de lo más divertido y bromista. Lyons me presentó también al doctor Pemberton, en la cafetería de Batson, que prometió darme al­guna vez oportunidad de conocer a sir Isaac Newton, algo de lo cual yo estaba en extremo deseoso; pero esto nunca llegó a suceder.

Había traído conmigo algunas curiosidades, entre las cuales la principal era un monedero hecho de asbestos, que se purificaba con el fuego. Sir Hans Sloan oyó hablar de él, vino a verme, y me invitó a su casa en Bloomsbury Square, donde me mostró todas sus curiosida­des y me convenció de que le agregara la mía, por la cual me pagó generosamente.

Se alojaba en nuestra casa una joven, de oficio costurera, que, se­gún creo, tenía un taller en los claustros. Había sido bien educada, era sensata, vivaz, y de muy agradable conversación. Ralph le leía obras de teatro por las tardes, volviéndose íntimos; ella tomó otro alo­jamiento, y él la siguió. Vivieron juntos algún tiempo, pero, estando él todavía sin ocupación y no bastando el ingreso de la joven para mantenerlos junto con el hijo de ella, Ralph decidió irse de Londres y tratar de formar una escuela rural, empresa para la cual se creía ca­lificado, ya que tenía muy buena letra y dominaba la aritmética y las cuentas. Sin embargo esto le parecía un empleo demasiado bajo y, confiando en que alcanzaría mejor fortuna en lo futuro y pensando que entonces no le gustaría que se supiera que había tenido tan po­bre y mezquina ocupación, cambió de nombre, haciéndome el honor de tomar el mío. Porque poco después recibí de él una carta en que me decía que estaba establecido en un pueblecito de Berkshire, se­gún recuerdo, en donde enseñaba a leer y escribir a diez o doce ni­ños a seis peniques por semana, recomendándome a la señora T., so­licitando que me hiciera cargo de ella y pidiéndome que le escribiera a él a nombre del señor Franklin, maestro de escuela de tal lugar. Si­guió escribiéndome con frecuencia, mandándome grandes trozos de un poema épico que estaba componiendo, y pidiendo mis comen­tarios y correcciones. Estos se los mandaba yo de tiempo en tiempo, pero procurando más bien desalentarlo. Acababa de publicarse por entonces una de las sátiras de Young. La copié y le envíe una buena parte de ella, que señalaba en fuertes términos la locura de perseguir a las Musas esperando de ellas alguna ventaja. Todo fue en vano; se­guían llegando hojas y más hojas del poema con cada correo. Entre tanto la señora T, habiendo perdido por culpa de Ralph amigos y ne­gocio, se veía con frecuencia en aprietos, y mandaba por mí para pe­dirme que le prestara lo que pudiera para salir del apuro. Comenzó a gustarme su compañía y, estando yo en esta época libre de cualquier restricción religiosa, y presumiendo sobre la importancia que debía yo tener para ella, intenté familiaridades (otro error) que rechazó con debido resentimiento. Ella le escribió a Ralph y le informó de mi conducta; esto ocasionó una ruptura entre nosotros. Cuando regre­só a Londres me hizo saber que consideraba anuladas todas las obli­gaciones que hubiera contraído conmigo -de lo cual concluí que no debía yo esperar que jamás me pagaría el dinero que le había presta­do o que había pagado por él-. Esto, sin embargo, era algo de poca importancia, ya que no tenía posibilidad alguna de pagármelo; y, al perder su amistad, me encontré aliviado de una pesada carga. Ahora comencé a pensar en ahorrar un poco de dinero y, esperando mejo­rar de empleo, dejé la imprenta de Palmer para trabajar en la de Watts, cerca de Lincoln's Inn Fields, una imprenta mayor todavía. Allí seguí todo el resto del üempo que me quedé en Londres.

Cuando me admitieron en la imprenta empecé por trabajar en la prensa, imaginando que me hacía falta el ejercicio corporal al que había estado acostumbrado en América, donde se alterna el trabajo de prensista con el de cajista. Sólo bebía agua, pero los demás traba­jadores, casi cincuenta, eran grandes bebedores de cerveza. A veces cargaba escalera arriba y escalera abajo una gran caja de tipos de plo­mo en cada mano, mientras que otros llevaban una sola en ambas ma­nos. Se maravillaban de ver, por este y otros ejemplos, que "el ameri­cano de agua", como me llamaban, era más fuerte que ellos, aunque ellos bebían cerveza fuerte. Había un muchacho de la cervecería de­dicado todo el üempo a atender a los trabajadores de la imprenta. Mi compañero en la prensa bebía cada día medio litro de cerveza an­tes del desayuno, medio litro en el desayuno junto con su pan y que­so, medio litro entre el desayuno y la comida, medio litro con la co­mida, medio litro en la tarde como a las seis, y otro litro después del trabajo. Yo pensaba que ésta era una costumbre detestable; pero él se imaginaba que era necesario beber cerveza fuerte para ser fuerte en el trabajo. Me esforcé por convencerlo de que la fuerza corporal que proporcionaba la cerveza sólo podía ser suministrada por el grano o la harina de cebada que se hubiera disuelto en el agua con la que es­taba hecha, que había más harina en un penique de pan, y que, por lo tanto, si comía dicho pan con medio litro de agua, eso le daría más fuerza que un litro de cerveza. Siguió, sin embargo, bebiendo, y te­nía que pagar cuatro o cinco chelines de su salario cada sábado en la noche por ese licor que enturbiaba su mente, un gasto del cual yo es­taba libre. Y así estos pobres diablos siempre se hunden a sí mismos.

Como, después de una semana, Watts quisiera tenerme en el cuar­to de composición, dejé a los prensistas. Los cajistas me exigieron una nueva aportación de cinco chelines para el brindis de bienvenida. Pen­sé que era un abuso, puesto que acababa de pagar abajo. El patrón pensó lo mismo y me prohibió pagarlo. Me mantuve así dos o tres se­manas, y fui tratado por consiguiente como un incomunicado; me hi­cieron tantas pequeñas obras de secreta malicia, mezclando mis típos, cambiando de orden mis páginas, rompiendo mis moldes, etcétera, si daba un paso fuera del cuarto -atribuyéndose todas estas travesuras al espectro de la capilla, que, según ellos, siempre perseguía a quienes no hubieran sido correctamente recibidos- que, a pesar de la protec­ción del patrón, me vi obligado a complacerlos y pagar el dinero, con­vencido de la locura de estar de malas con quienes tiene uno que vi­vir continuamente. Estaba ya bien con ellos y pronto adquirí una con­siderable influencia. Propuse algunas alteraciones razonables en los reglamentos de su capilla, y fueron aprobadas contra toda oposición. Debido a mi ejemplo muchos de ellos abandonaron su desayuno es-tupidizante de pan, queso y cerveza, descubriendo que podían obte­ner como yo, de una casa vecina, un gran tazón de sopa salpicado de pimienta con pan y un poco de manteca por el precio de medio litro de cerveza, o sea, tres peniques. Éste era un desayuno no sólo más sa­tisfactorio, sino más barato, y les mantenía más clara la cabeza. Los que seguían aturdiéndose con cerveza todo el día, con frecuencia, por no pagar, se quedaban sin crédito en la cervecería y acostumbraban con­vencerme de que yo les comprara su cerveza, habiéndose "apagado", como decían, su "luz". Yo me fijaba en la mesa de raya el sábado en la noche y cobraba lo que había pagado por ellos, habiendo a veces de­sembolsado cerca de treinta chelines semanales a su cuenta. Esto, y el hecho de que se me estimaba un buen riggite, o sea un tipo alegre y burlón, bueno para los chistes, apoyaba mi sitio en la sociedad. Mi con­tinua asistencia (ya que jamás celebraba yo a San Lunes), me recomen­daba con el patrón, y, debido a mi excepcional rapidez como cajista, me daban todos los trabajos urgentes, que por lo general se pagan me­jor. De manera que seguía así muy agradablemente.

[De vuelta en América] [...]

Debí haber mencionado antes que en el otoño del año anterior [1727] había formado con la mayoría de mis amigos más inteligentes un club para nuestra mutua mejoría que llamamos Junto. Nos reunía­mos los viernes por la noche. El reglamento que redacté demandaba que cada miembro por turno presentara una o más dudas sobre al­gún tema de moral, política o filosofía natural que sería discutido por el grupo, y una vez cada tres meses tendría que leer un ensayo escri­to por él mismo sobre cualquier asunto que escogiera. Nuestros de­bates estarían bajo la dirección de un presidente y serían conducidos en el sincero espíritu de investigación de la verdad, sin afición por la disputa misma ni deseo de ganarla; y, para evitar el acaloramiento, después de algún tiempo, todas las expresiones de convicción abso­hita o de conü-adicción abierta fueron prohibidas bajo pena de pa­gar una pequeña multa.

Los primeros miembros fueron Joseph Breintnal, copista de escri­turas para los notarios, un hombre de mediana edad, bienhumora-do, amistoso y gran amante de la poesía -leía toda la que podía con­seguir y redactaba algunos poemas tolerables-, muy hábil para hacer aparatos y chucherías, y de sensata conversación.

Thomas Godfrey, matemático autodidacta, grande a su manera, que luego inventó lo que ahora llaman Cuadrante de Hadley. Pero sabía poco fuera de su tema y no era un compañero agradable, ya que, como la mayoría de los grandes matemáticos que he conocido, esperaba una precisión poco común en todo lo que se decía, o esta­ba siempre negando o distinguiendo con motivo de fruslerías y estor­bando la conversación. Pronto nos abandonó.

Nicholas Scull, agrimensor, que tuvo más tarde el cargo de agri­mensor general, amante de los libros. Aveces componía versos.

William Parsons, de oficio zapatero, pero que amaba la lectura; ha­bía adquirido un considerable conocimiento de las matemáticas, que había comenzado a estudiar por interesarse en la astrología, de la cual más tarde se burlaba. También él fue después agrimensor general.

William Maugridge, carpintero ebanista, pero un artesano de lo más exquisito, y un hombre sólido, sensato.

Hugh Meredith, Stpehen Potts y George Webb, a quienes he des­crito arriba.

Robert Grace, joven caballero, de alguna fortuna, generoso, ale­gre y de mente ágil, amante de los juegos de palabras y de sus amigos.

Y, finalmente, William Coleman, que trabajaba entonces como em­pleado de un comerciante, de aproximadamente mi propia edad [o sea de unos 21 años], que tenía la cabeza más fresca y clara, el mejor corazón y la moral más justa de casi cualquier hombre que haya cono­cido jamás. Más tarde llegó a ser un comerciante de gran considera­ción y uno de nuestrosjueces provinciales. Nuestra amistad siguió sin interrupción hasta su muerte, o sea unos cuarenta años. El club per­duró casi el mismo tiempo, y era la mejor escuela de filosofía, y de po­lítica, que entonces existiera en la provincia; porque nuestras pregun­tas, que se presentaban una semana antes de que debieran discutirse, nos ponían a leer con atención sobre los diversos temas para poder hablar con mayor inteligencia; y aquí, también, adquirimos mejores hábitos de conversación, habiéndose redactado nuestras reglas de tal modo que impidieran los pleitos y disgustos... de allí la larga subsisten­cia del club, del cual tendré frecuentes ocasiones de hablar más tarde. 

Reuniéndose nuestro club en esta época, no en una taberna, sino en un pequeño cuarto que el señor Grace nos había apartado con ese fin, propuse que, puesto que nos referíamos con frecuencia a nues­tros libros cuando discutíamos las cuestiones planteadas, nos podría ser útil tenerlos todos juntos en el lugar donde nos reuníamos, para poderlos consultar cuando surgiera la ocasión; además, agrupando así nuestros libros en una biblioteca común, podríamos, mientras qui­siéramos guardarlos juntos en un solo lugar, aprovechar cada cual los libros de los demás miembros, lo cual sería casi tan beneficioso como si cada uno fuera dueño de los libros de todos. Fue bien recibida la propuesta y se aprobó, y llenamos un extremo del cuarto con los li­bros de los que mejor podíamos separarnos. No fueron tantos como habíamos esperado, y, aunque fueron de gran utilidad, al sobrevenir ciertas incomodidades por no usarlos con el debido cuidado, después de un año aproximadamente se dispersó la colección, y cada uno se llevó otra vez sus libros a casa.

Y ahora emprendí mi primer proyecto de carácter público, el de crear una biblioteca por suscripción. Redacté la propuesta y logré que nuestro gran abogado, el señor Brockden, le diera una redacción le­galmente aceptable, y mediante la ayuda de mis amigos del Junto con­seguí cincuenta suscriptores a cuarenta chelines por cabeza para em­pezar y diez chelines anuales durante cincuenta años, término durante el cual debía subsistir nuestra sociedad. Más tarde obtuvimos una licencia permanente, habiendo aumentado el número de socios a cien. Ésta fue la madre de todas las bibliotecas por suscripción de Estados Unidos, ahora tan numerosas. Se ha convertido ella misma en una gran cosa y aumenta continuamente. Estas bibliotecas han me­jorado la conversación general de los americanos, han vuelto a los ar­tesanos y comerciantes y campesinos comunes tan inteligentes como la mayoría de los caballeros de otros países, y quizás hayan contribui­do en cierta medida a la firme posición tomada en forma tan gene­ral en todas las colonias en defensa de sus privilegios y derechos [du­rante el conflicto con Inglaterra que remató en la Independencia].

[...]

Las objeciones y resistencias que encontré al solicitar suscripciones, pronto me hicieron senúr la inconveniencia de presentarse a uno mis­mo como el proponente de ningún proyecto útil del cual pudiera su­ponerse que levantaría la propia reputación por encima de la de sus vecinos, cuando tiene uno necesidad de ellos para la realización de dicho proyecto. Por lo tanto hice todo lo posible por ocultarme, des­cribiendo el plan como el de "un grupo de amigos" que me había encargado de proponerlo a quienes creían amantes de la lectura. De esta forma el asunto avanzó más fácilmente y siempre, desde enton­ces, usé esta práctica en ocasiones semejantes, y por mis frecuentes éxitos puedo recomendarla con entusiasmo. El pequeño sacrificio presente de vanidad será luego ampliamente compensado. Si queda por un tiempo en duda a quién pertenece el mérito, alguien más va­nidoso se sentirá impulsado a reclamarlo, y entonces hasta la envidia se sentirá inclinada a hacer justicia, arrancando [al usurpador] esas plumas robadas y devolviéndolas a su debido dueño.

Esta biblioteca me dio los medios de mejorar mediante el constan­te estudio, para el cual dedicaba una o dos horas diarias, reparando así, en cierta medida, la pérdida de la educación universitaria que alguna vez se había propuesto darme mi padre. La lectura era la única diver­sión que me permitía. No gastaba tiempo en tabernas ni juegos ni en diversiones de ningún tipo. Y mi diligencia seguía tan incansable como hubiera menester. Estaba endeudado a causa de mi imprenta, tenía hi­jos a quienes habría que educar, y dos rivales con quienes competir en mi ramo, establecidos con anterioridad. Sin embargo mi situación se volvía cada vez más cómoda, manteniendo yo mis hábitos originales de frugalidad; además, habiéndome mi padre repetido con frecuencia, cuando era yo niño, un proverbio de Salomón, "Ved a un hombre di­ligente en su oficio, estará de pie ante reyes, y no ante hombres infe­riores", desde entonces consideré la diligencia como forma de obtener riqueza y distinción, lo cual me alentaba, aunque no creía acceder a es­tar alguna vez literalmente de pie ante reyes, lo que, sin embargo, ha llegado a suceder; porque he estado de pie ante cinco, e incluso tuve el honor de sentarme a comer con uno, el rey de Dinamarca. 

[-.]

Había yo sido educado religiosamente como miembro de la secta presbiteriana; aunque varios dogmas de esa creencia, tales como los decretos eternos de Dios, la elección, reprobación, etcétera, me pa­recían incomprensibles y otros dudosos, y, aunque pronto me ausen­té de las asambleas públicas de la secta, por ser el domingo mi día de estudio, nunca carecí de algunos principios religiosos. Nunca dudé, por ejemplo, de la existencia de la Deidad, de que había hecho el mundo y lo gobernaba por su providencia, que el servicio más acep­table a Dios era hacer el bien al hombre, que nuestras almas son in­mortales, y que todo crimen será castigado y toda virtud recompen­sada, aquí o en otra vida. Estos me parecían los elementos esenciales de toda religión; y, como se encontraban en todas las religiones que teníamos en nuestro país, las respetaba todas, aunque en diverso gra­do, ya que las encontraba más o menos entremezcladas con otros ele­mentos que, sin tendencia alguna a inspirar, promover o confirmar la moral, servían principalmente para dividir y enemistarnos. Este res­peto por todas, aunado a la opinión de que la peor tenía algunos bue­nos efectos, me inducía a evitar todo discurso que pudiera tender a disminuir la buena opinión que otro pudiera tener de su propia reli­gión; por lo tanto, como nuestra provincia aumentara en población y se requirieran continuamente nuevos lugares de culto, erigidos por lo general mediante contribuciones voluntarias, nunca negaba mi pe­queña colaboración para tal fin, fuera cual fuera la secta. 

 

carta ajosiah y abiah franklin

 

13 de abril de 1738

 

Honrados padres

Tengo en mis manos la suya del 21 de marzo en la que ambos pare­cen preocupados de que haya yo bebido algunas opiniones erróneas. Es indudable que tendré mi parte, y cuando se considera la natural debilidad e imperfección del humano entendimiento, con las inevi­tables influencias de la educación, la costumbre, los libros y las com­pañías sobre nuestras formas de pensar, me imagino que un hombre debe ser en verdad vanidoso si piensa, y sumamente atrevido si afir­ma que todas las doctrinas que sosüene son verdaderas y todas las que rechaza falsas. Y quizá pueda decirse con justicia lo mismo de todas las sectas, iglesias y sociedades humanas cuando se atribuyen a sí mis­mas la infalibilidad que niegan a papas y concilios. Pienso que las opi­niones deben ser juzgadas por sus influencias y efectos; y si un hom­bre no sostiene ninguna que tienda a hacerlo menos virtuoso, o más vicioso, puede concluirse que no sostiene ninguna peligrosa; lo cual espero que sea lo que sucede conmigo. Lamento que os inquietéis por mí, y si a uno le fuera posible alterar sus opiniones para complacer a otros, no sé de nadie a quien debiera complacer con mejor voluntad en ese respecto que a vosotros; pero, puesto que no está más en el po­der del hombre pensar como otro que parecérsele físicamente, pienso que todo lo que debe esperarse de mí es que mantenga mi mente abierta al convencimiento, que escuche con paciencia y examine con atención todo lo que con tal fin se me presente; y si, después de todo, persisto en los mismos errores, creo que vuestra caridad os inducirá más bien a compadecer y disculpar que a reprocharme. Entre tanto vuestro cuidado y preocupación es lo que mucho agradezco...

  

carta a james ralph 

 

9 de noviembre de 1779

 

[...]

Iba dirigida al señor J. R., es decir, ajames Ralph, que era un joven de aproximadamente mi propia edad y mi íntimo amigo; sería más tarde escritor político e historiador. En ella trataba de probar la doc­trina del destino a parür de los supuestos atributos de Dios más o me­nos como sigue: que, al hacer y gobernar al mundo, como era infini­tamente sabio, sabía lo que sería mejor; como era infinitamente bueno, querría, y como era infinitamente poderoso, sería capaz de ejecutarlo: en consecuencia todo marchaba bien y era bueno. Sólo se imprimieron cien ejemplares de los cuales regalé algunos a mis ami­gos y, disgustándome más tarde el texto, por concebir que pudiera te­ner una tendencia errónea, quemé el resto con excepción de un ejemplar, cuyo margen estaba lleno de las notas manuscritas de Lyons, autor de La infalibilidad del humano entendimiento, quien era entonces otro de mis conocidos en Londres. No había yo cumplido 19 años cuando lo escribí. En 1730 redacté un texto desde el punto de vista contrario, que comenzaba asentando como fundamento el siguiente he­cho: "Que casi todos los hombres en todas las edades y países han hecho alguna vez uso de la oración." De allí razonaba que, si todas las cosas estaban ordenadas de antemano, la oración también lo estaría. Pero como la oración no puede producir cambio alguno en lo pre­viamente determinado, la oración debía ser entonces inútil y absur­da. Dios no ordenaría por lo tanto la oración si todo lo demás estaba determinado de antemano. Pero la oración existe, por lo tanto no to­do está determinado de antemano, etcétera. Este panfleto jamás se imprimió y el manuscrito se ha perdido hace mucho tiempo. La gran incertidumbre que encontré en los razonamientos metafísicos me dis­gustó, y abandoné ese tipo de lecturas y estudios para proseguir otros más satisfactorios... 

 

consejos a un joven comerciante

 

Recuerda que el tiempo es dinero. Quien puede ganar diez chelines al día con su trabajo, y sale a pasear a la calle o se sienta sin hacer na­da la mitad de ese día, aunque sólo gaste seis peniques durante su di­versión y holganza, no debe considerar que ése ha sido su único gas­to; en realidad ha gastado o más bien tirado a la basura otros cinco chelines.

Recuerda que el crédito es dinero. Si un hombre deja en mis ma­nos su dinero después de la fecha en que debo pagárselo, me da el interés, o tanto como yo pueda obtener con él durante ese tiempo. Esto significa una suma considerable donde un hombre tiene buen y abundante crédito, y hace buen uso de él.

Recuerda que el dinero es de una naturaleza prolífica y generatriz. El dinero puede procrear dinero, y su descendencia puede procrear más, y así sucesivamente. Cinco chelines invertidos con provecho una vez, se convierten en seis; dándoles otra vuelta, se convierten en siete y medio; y así sucesivamente hasta convertirse en cien libras. Mien­tras más dinero hay, más produce en cada vuelta que se le da, de ma­nera que las ganancias aumentan cada vez más rápidamente. Quien mata a una marrana preñada destruye a todos sus hijos hasta la milé­sima generación. Quien asesina una moneda, destruye todo lo que hubiera podido producir, hasta sumar veintenas de libras.

Recuerda que seis libras por año no son más que cuatro peniques diarios. Con esta suma tan pequeña (que puede desperdiciarse dia­riamente, ya sea en tiempo o en gastos inadvertidos) un hombre que tenga crédito puede, sobre su propia palabra, tener la posesión y uso continuo de cien libras. Tal cantidad, invertida en mercancías diligen­temente vendidas y repuestas por un hombre trabajador, produce grandes ganancias.

Recuerda este proverbio popular: "El buen pagador es amo y señor de la bolsa de su amigo"; quien tiene fama de pagar puntualmente en la fecha prometida, puede en cualquier momento, y con cualquier motivo, reunir todo el dinero del que dispongan sus amigos. Esto es a veces de gran utilidad, por lo tanto nunca conserves dinero presta­do una hora más tarde de aquella en que prometiste devolverlo, de lo contrario la decepción puede cerrarte la bolsa de tus amigos para siempre.

Deben tomarse en cuenta las acciones más triviales que puedan afectar el crédito de un hombre. El sonido de tu martillo a las cinco de la mañana o a las nueve de la noche, oído por un acreedor, lo tran­quiliza otros seis meses. Pero si te ve en los billares, u oye tu voz en la taberna cuando deberías estar trabajando, al día siguiente manda pe­dir su dinero. El uso de ropa más fina de la que usan él o su esposa, o gastos mayores en cualquier detalle de lo que se permite él mismo, insulta su orgullo, y te cobra para humillarte. Los acreedores son la clase de personas que tienen los ojos y los oídos más agudos, y las me­jores memorias del mundo.

Los acreedores amables (y con ésos eligiría uno tratar siempre, si pudiera) sienten dolor cuando se ven obligados a pedir su dinero. Ahórrales ese dolor y te amarán. Cuando recibas una suma de dine­ro, divídela entre ellos en proporción a tus deudas. No te avergüen-ce pagar una suma pequeña porque debes una mayor. El dinero, sea más o sea menos, es siempre bien venido, y tu acreedor prefiriría la molestia de recibir diez libras que voluntariamente se le llevan, aun­que sea en diez pagos distintos, a verse obligado a cobrarte diez veces antes de recibirlo todo junto. Esto demuestra, además, que recuerdas lo que debes; te hace aparecer como un hombre no sólo honrado si­no cuidadoso; y eso aumenta aún más tu crédito.

Ten cuidado y evita pensar que es tuyo todo lo que tienes en tus manos y vivir de acuerdo con semejante suposición. Este es un error en el que caen muchas personas que úenen crédito. Para evitar esto, lleva durante un tiempo la cuenta exacta, tanto de tus gastos como de tus ingresos. Si al principio tienes cuidado de mencionar los detalles, tendrás este buen resultado: que descubrirán cuan maravillosamente se van sumando los gastos pequeños y triviales hasta convertirse en grandes sumas, y discernirás lo que habrían podido ser, ahorrados, y lo que podría en el futuro ahorrarse sin gran incomodidad.

En breve, que el camino a la riqueza, si la deseas, es tan claro y vi­sible como el camino al mercado. Depende principalmente de dos palabras, trabajo y frugalidad, verbigracia: no desperdicies ni el tiem­po ni el dinero, sino utilízalos de la mejor manera posible. Quien ob­tiene todo lo que puede honradamente, y ahorra todo lo que recibe (exceptuando los gastos indispensables) se volverá con toda seguri­dad rico, si el Ser que gobierna al mundo, a quien todos deberían volverse en busca de bendición para sus esfuerzos honrados, no ha determinado otra cosa de acuerdo con su sabia providencia. 

 

una propuesta para la promoción de los conocimientos útiles en las plantaciones británicas de américa

 

Filadelfia, 14 de mayo de 1743

 

Los ingleses están en posesión de un largo trecho de continente, des­de Nueva Escocia hasta Georgia, que va de norte a sur atravesando dis­tintos climas, distintos suelos, que producen distintas plantas, minas y minerales; susceptibles de distintas mejorías, manufacturas, etcétera.

La primera y pesada tarea de establecer nuevas colonias, que redu­ce la atención de la gente a satisfacer meramente sus más urgentes necesidades, prácticamente ha concluido y hay en todas las provin­cias muchas personas en circunstancias tales que les dan tranquilidad y ofrecen ocio para cultivar las artes más elevadas y aumentar el co­mún acervo de conocimientos. A aquellos que son hombres de espe­culación, deben ocurrírseles de cuando en cuando muchos atisbos y sugerencias, muchas observaciones que, bien examinadas, persegui­das y mejoradas, podrían dar origen a descubrimientos que aprove­charían a algunas o a todas las plantaciones británicas, o que serían beneficiosas para la humanidad en general.

Pero como, debido a la extensión de la tierra, tales personas están muy alejadas entre sí, y pocas veces pueden verse y platicar, o cono­cerse personalmente, de manera que muchos detalles útiles quedan sin ser comunicados, mueren con los descubridores, y se pierden pa­ra la humanidad; se propone, para remediar en el futuro esta incon­veniencia:

 

Que los virtuosi u hombres ingeniosos, residentes en las di­versas colonias, formen una sociedad que se llamará Sociedad Fi­losófica Americana, cuyos miembros habrán de mantenerse en continua correspondencia.

Que Filadelfia, por ser la ciudad más cercana al centro de las colonias continentales, en comunicación con todas ellas hacia el norte y hacia el sur por correo terrestre, y con las islas por mar, y teniendo la ventaja de una buena y creciente biblioteca, sea la se­de de esta sociedad.

Que en Filadelfia haya siempre cuando menos siete miem­bros, a saber, un médico, un botánico, un matemático, un quími­co, un mecánico, un geógrafo y un filósofo natural general además de un presidente, un tesorero y un secretario.

Que estos miembros se reúnan una vez por mes, o con mayor frecuencia, a su propia costa, para comunicarse sus observaciones y experimentos y recibir, leer y considerar tales cartas, comunica­ciones o preguntas como sean enviadas por miembros distantes; para dirigir la difusión de copias de aquellas comunicaciones que sean de valor a otros miembros distantes, con el fin de obtener sus opiniones sobre el asunto.

Que los temas de la correspondencia sean: toda planta, hier­ba, árbol o raíz recientemente descubiertas, sus virtudes, usos, et­cétera; los métodos de propagar y generalizar los que sean útiles pero privativos de ciertas plantaciones; las mejorías en el aprove­chamiento de los jugos vegetales, tales como sidras, vinos, etcéte­ra; los nuevos métodos de curar o prevenir enfermedades; todos los fósiles recientemente descubiertos en las distintas regiones, tales como minas, minerales y canteras; los adelantos útiles en cualquier rama de las matemáticas; los nuevos descubrimientos químicos, tales como mejorías en los métodos de fermentación y destilación y en el ensayo de minerales; las nuevas invenciones me­cánicas para ahorrar trabajo, tales como molinos y carruajes, y pa­ra recoger y transportar agua, drenar campos, etcétera, todo nue­vo arte, oficio y manufactura que se pueda proponer o pensar; los levantamientos, mapas y cartas de trechos particulares de la costa o de las tierras interiores; trayectoria y cruce de ríos y grandes cami­nos, situación de lagos y montañas, naturaleza de la tierra y sus pro­ductos; los nuevos métodos para mejorar la raza de los animales útiles; la introducción de otros desde países extranjeros; las nue­vas mejoras en la siembra, cultivo y desmonte de tierras; y todo ex­perimento filosófico que arroje luz sobre la naturaleza de las co­sas, tienda a aumentar el poder del hombre sobre la materia, y multiplique las comodidades o placeres de la vida.

Que la correspondencia, ya iniciada por algunos de los miem­bros propuestos, sea mantenida por esta Sociedad con la Sociedad Real de Londres y con la de Dublín.

Que se envíen a cada miembro resúmenes o extractos tri­mestrales de todo lo valioso que se comunique al secretario de la sociedad en Filadelfia, libre de costo alguno, con excepción de pago anual que se mencionará más adelante.

Que, con el permiso del director general del correo, dichas comunicaciones pasen, entre el secretario de la sociedad y los miembros, libres de franquicia.

Que, para sufragar los gastos de tales experimentos, como se juzguen convenientes, y demás gastos que convengan para el bien común, cada miembro envíe su aportación por año al teso­rero, en Filadelfia, para un fondo común, del cual se pagarán, por orden del presidente y con el consentimiento de la mayoría de los miembros a quienes pueda cómodamente consultarse, a las per­sonas y lugares donde y por quienes se hagan los referidos expe­rimentos, o como convenga y haya ocasión, los dineros requeri­dos; de cuyos gastos se llevará cuenta exacta, que se comunicará anualmente a todos los miembros.

Que durante la primera reunión de los miembros en Fila­delfia se redacten tales reglas para regir sus reuniones y transac­ciones en beneficio general como sean convenientes y necesarias; que podrán ser posteriormente cambiadas y mejoradas según ha­ya ocasión, para lo cual se tomará debida cuenta de los consejos y opinión de los miembros distantes.

Que, al final de cada año, se reúnan e impriman aquellos ex­perimentos, descubrimientos y mejoras que se crean de provecho público, y se envíe una copia a cada miembro.

Que el negocio y deber del secretario sea recibir todas las car­tas dirigidas a la sociedad, y presentarlas al presidente y a los miem­bros en sus reuniones; seleccionar, corregir y ordenar tales papeles como lo requieran, y como ordene el presidente, después de que hayan sido considerados, discutidos y estudiados por la sociedad; asentar copias de los mismos en los libros de la sociedad, y hacer co­pias para los miembros distantes; contestar sus cartas por instrucción del presidente, y llevar un registro de todas las transacciones mate­riales de la sociedad.

Benjamín Franklin, autor de esta propuesta, se ofrece a sí mismo para servir a la sociedad como su secretario, mientras no dispongan de otro más capaz. 

 

carta a peter collinson 

 

Filadelfia, 25 de agosto de 1755 

Muy señor mío

Como usted ya tiene mis anteriores escritos sobre remolinos y demás fenómenos le envío ahora la descripción de uno que tuve últimamen­te oportunidad de ver y examinar por mí mismo. Estando en Mary­land, paseando a caballo con el coronel Tasker y algunos otros caba­lleros rumbo a su residencia campestre, donde mi hijo y yo fuimos agasajados por ese amable y digno señor con gran hospitalidad y gen­tileza, vimos en el valle que quedaba abajo de nosotros un pequeño remolino que comenzaba en el camino y que se manifestaba por el polvo que levantaba y contenía. Parecía tener la forma de un pilón­cilio que girara sobre su ápice y ascendía la colina hacia nosotros, au­mentando de tamaño al aproximarse. Cuando pasó junto a nosotros su parte menor, la más cercana al suelo, parecía no ser mayor que un barril común y corriente, pero hacia arriba se ensanchaba, parecien­do tener, a unos 40 o 50 pies de altura, unos 20 o 30 de diámetro. El resto de la compañía se quedó mirando mientras se alejaba pero yo, siendo mi curiosidad más fuerte, lo seguí, cabalgando junto a él, y vi cómo levantaba en su avance todo el polvo que quedaba bajo su par­te inferior. Como es opinión común que un disparo romperá un sur­tidor de agua, traté de romper este pequeño remolino azotándolo una y otra vez con mi látigo, pero sin efecto alguno. Poco después se salió del camino y se metió en el bosque, creciendo a cada momento y volviéndose más fuerte, levantando, en vez de polvo, hojas secas con las cuales estaba espesamente cubierto el suelo, y haciendo un gran ruido con ellas y con las ramas de los árboles, doblegando algunos ár­boles altos muy rápida, sorpresivamente con un movimiento circular, aunque el avance del remolino no era tan rápido que un hombre no pudiera haber marchado junto a él al mismo paso; sin embargo el mo­vimiento circular era sorprendentemente rápido. Por las hojas que ahora lo llenaban podía yo percibir claramente que la corriente de aire que las empujaba se desplazaba hacia arriba en espiral; y cuando vi los troncos y cuerpos de grandes árboles envueltos en el remolino que pasaba, y que seguía entero después de dejarlos atrás, ya no me asombré de que mi látigo no hubiera tenido ningún efecto sobre él cuando era menor. Lo acompañé como tres cuartos de milla, hasta que algunas ramas de árboles secos, arrancadas por el remolino, al volar y caer cerca de mí, me infundieron cierta aprehensión mayor del peligro; entonces me detuve, mirando su cima a medida que se­guía avanzando, la cual podía verse, gracias a las hojas que contenía, a una gran altura por encima de los árboles. Muchas de las hojas, al soltarse de la parte superior y más ancha, se esparcían en el viento; pero tan grande era su altura en el aire que parecían no ser mayores que moscas. Mi hijo, que para entonces me había alcanzado, siguió al remolino hasta que salió del bosque y atravesó un viejo campo de tabaco, donde, al no encontrar ya ni polvo ni hojas que levantar, se volvió poco a poco invisible en su parte inferior al alejarse por dicho campo. El curso del viento dominante que entonces soplaba iba con nosotros en nuestro viaje, mientras que el movimiento progresivo del remolino llevaba una dirección casi completamente opuesta, aunque no en línea recta, ni era uniforme en su avance, ya que daba peque­ñas carreras a ambos lados a medida que avanzaba, procediendo a ve­ces más rápida y a veces más lentamente, pareciendo quedarse casi in­móvil por algunos segundos, y avanzando luego de pronto con gran rapidez. Cuando nos reunimos de nuevo con nuestros acompañantes, estaban ellos admirando la inmensa altura de las hojas que traía aho­ra el viento ordinario, por encima de nuestras cabezas. Estas hojas nos acompañaron en nuestro camino, cayendo algunas a veces en torno a nosotros, y otras quedando en alto, y no tocando el suelo sino hasta que nos hubimos alejado casi tres millas del sitio en donde por prime­ra vez vimos iniciarse el remolino. Al preguntarle yo al coronel Tasker si tales remolinos eran comunes en Maryland, contestó, muy amable­mente, "No, en absoluto; éste lo conseguimos a propósito para com­placer al señor Fanklin", y un gran placer le dio, en efecto, a Su afectuoso amigo y humilde servidor...