Abraham Lincoln

ABRAHAM LINCOLN 

Abraham Lincoln nació, como se ha repetido hasta la saciedad, en una caba­na de madera, en el estado de Kentucky, en 1809. En 1865, poco después de inaugurado su segundo periodo en la presidencia, y habiendo regido al país durante la desastrosa guerra civil que amenazó la unidad de la república, fue asesinado por un actor en un teatro de la capital.

Averiguar la ascendencia de Lincoln fue difícil para los investigadores pero, aunque fuera parcialmente, lo lograron. Por línea paterna descendía de tejedores, granjeros y obreros manuales de diversos tipos. Aunque su padre había aprendido a firmar, su madre era totalmente analfabeta y su origen era oscuro por ser, probablemente, hija ilegítima.

El padre de Lincoln había logrado comprar una pequeña granja, pero, cuestionados sus derechos, tuvo que renunciar a una parte de ella; enfrenta­do por segunda vez al mismo problema, decidió emigrar con su familia al nuevo estado de Indiana donde podía comprar la tierra directamente del go­bierno. La especulación con la tierra estaba a la orden del día y, aunque ha­bía un gran número de campesinos que tenían su propia granja, quienes ca­recían de capital tenían que enfrentarse a condiciones muy duras, que el lector encontrará descritas en Los Estados Unidos en 1800, de Henry Adams, en esta misma antología.

Como hijo de un campesino Lincoln pudo con dificultad asistir a la escue­la por temporadas y tuvo, en total, dos años de escolaridad formal. Es proba­ble que la Biblia fuera el único libro que poseyera su familia, pero en Lincoln se despertó pronto la afición a la lectura y buscaba quien le prestara libros. Ya independizado de su familia y ejerciendo diversos empleos Lincoln rei-nició su educación a los veintidós años, con un maestro de escuela que le en­señó gramática y lo inició en la lectura de autores clásicos. También en esa época comenzó a asistir a una "sociedad de debates" donde se discutían cues­tiones políticas y filosóficas.

Su carrera política se inició en 1832, año en que se presentó como candida­to a la legislatura del estado de Illinois, donde vivía a la sazón. Esta elección, en la que fue candidato por el partido de los "Whigs", la perdió, pero ganó la de 1834, y se le reeligió varias veces. En el año 1836, después de estudiar unos me­ses por su cuenta, se recibió de abogado, y comenzó a litigar en 1837.


En el periodo que va de 1854 a 1860 Lincoln -después de haberse retira­do temporalmente de la política, y haber vuelto a los estudios con seriedad cada vez mayor, aunque siempre en plan de autodidacta- se convirtió en el más elocuente defensor de la causa antiesclavista y alcanzó la estatura políti­ca que le permitió ganar la presidencia en 1860, como candidato del recien­temente formado Partido Republicano. Este nuevo partido reunía a todas las facciones antiesclavistas, provenientes tanto del Partido Demócrata como del Whig, al que había pertenecido antes Lincoln, y que perdió fuerza y se disol­vió con el avance del Republicano.

La práctica de la abogacía y el estudio de los clásicos, al cual había suma­do el de la geometría euclidiana como disciplina intelectual, había refinado el talento natural de Lincoln como orador y le había dado armas que le per­mitían enfrentarse a cualquier contrincante. Crucial para su carrera política fue la serie de debates que sostuvo en 1858, siendo candidato a senador, con su contrincante, Stephen A. Douglas, en torno al tema de la esclavitud. Estos debates fueron tomados taquigráficamente, publicados en los periódicos, y recogidos inmediatamente en forma de libro. De ellos se incluye en esta an­tología la primera intervención importante de Lincoln, en que resume la tra­yectoria histórica de la lucha por excluir la esclavitud en los nuevos territo­rios y argumenta en contra de la esclavitud, aunque no en favor de la inmediata liberación de todos los esclavos. Quienes pedían esto eran llama­dos "abolicionistas" y el mismo Lincoln los consideraba extremistas peligro­sos que ponían en peligro la unión norteamericana.

Semejante moderación por parte de Lincoln no concuerda con la imagen que se tiene de él de apasionado defensor de la libertad de los negros. Para entender este aspecto de Lincoln hay que recordar que era, después de to­do, un político de carrera, habituado al sistema bipartidista norteamericano en que cada partido debe representar a una coalición de intereses y sectores de opinión que se hacen mutuas concesiones para obtener ganancias com­pensatorias. En este sistema la supervivencia de los partidos depende de su capacidad para mantener la cohesión interna, y ésta con frecuencia exige el sacrificio de demandas caras a un sector de sus miembros, a cambio de con­cesiones que los mantengan dentro del partido. Se trata de un equilibrismo arriesgado, y es frecuente que los principios sean arrojados por la borda. Lin­coln era un buen político, y temía que las posiciones extremas hicieran mar­charse a demasiados miembros del nuevo partido, que perdería fuerza y re­sultaría incapaz de lograr absolutamente nada. Además era, como Jefferson, un hombre práctico y consideraba más importante conservar la unión que terminar con la esclavitud de una forma inmediata. Sólo así se explica su re­vocación de las órdenes que, durante la guerra civil, dieron sus generales Frémont y Hunter, por las cuales se liberaba a los esclavos de personas desa­fectas al régimen en Missouri y a los esclavos de Georgia, Carolina del Sur y Florida. La proclama de emancipación, o liberación inmediata de los escla­vos, del año 1862, se aplicaba únicamente a los estados rebeldes y no a los es­tados esclavistas que habían permanecido fieles a la Unión. No fue sino has­ta 1865, cuando el Congreso aprobó la 13a. Enmienda a la Constitución, que se declaró abolida la esclavitud en todo el territorio de Estados Unidos, aun­que permanecía la regulación segregaciónista.

Pero la supervivencia misma de la esclavitud, y la contradicción interna que implicaba en las leyes de un pueblo que se declaraba democrático y de­fensor de los derechos del hombre -y que se reflejaba en las posiciones de Jefferson y Lincoln- sólo se explica en última instancia por una ambigüedad o contradicción radical, inherente a la concepción misma de los derechos naturales del hombre, entre los cuales el de la propiedad, y el goce tranqui­lo de la misma, no sólo era un derecho más, sino el más importante y funda­mental. Evidentemente, si un ser humano era propiedad privada de otro, sus propios derechos humanos entraban en contradicción abierta con el dere­cho natural de su dueño a gozar tranquilamente de su propiedad. Esta con­tradicción, por cierto, la resuelve Lincoln en el texto que incluimos.

La fuerza de la palabra, o, más bien, de los principios morales expuestos con elocuencia y defendidos con rigor lógico, resultó a la larga más podero­sa que las conveniencias políticas transitorias, y las palabras de Lincoln, co­mo las de Jefferson (a quien tantas veces cita y a cuyos principios quiere re­gresar) han servido de guía y aliento a las generaciones posteriores. Siendo aprendidas de memoria por los niños en las escuelas y citadas infinidad de veces, como si se tratara de textos sagrados y evidencias incuestionables, con la convicción de que, si no se ajustan a la realidad, lo que hay que cambiar es la realidad. 

discurso de peoría, 16 de octubre de 1854 [fragmentos] [...]

La abrogación del Acuerdo de Missouri, y lo aconsejable de su restau­ración, son el tema del que voy a hablar. Como deseo presentar mi propia versión lógicamente concatenada del asunto, mis comentarios no constituirán una respuesta específica al señor juez [Douglas]; sin embargo, a medida que desarrolle el tema, irán surgiendo los princi­pales problemas que él ha planteado, y recibirán tan respetuosa aten­ción como yo pueda darles. Deseo además aclarar que no me propon­go cuestionar el patriotismo ni atacar los motivos de ningún hombre ni clase de hombres, sino limitarme estrictamente a los méritos escue­tos del asunto. También deseo ser nada menos que nacional en todas las posiciones que adopte, y cuando adopte alguna que otros han con­siderado, o puedan considerar, estrecha, sectaria y peligrosa para la Unión, espero dar una razón que parezca satisfactoria, cuando me­nos a algunos, para pensar de otra manera al respecto.

Y como este tema no es sino parte integral del problema más am­plio y general de la esclavitud en nuestro país, deseo hacer y respetar la distinción entre la esclavitud tal y como existe ahora, y la extensión de la misma, y esto en forma tan amplia y tan clara que ningún hom­bre honrado pueda malinterpretarme, y ninguno que no lo sea logre con éxito representar equívocamente mis palabras a los demás.

Para llegar a una clara comprensión del Acuerdo de Missouri se­rá, quizás, apropiado hacer un breve resumen histórico de ciertas cuestiones con él relacionadas y que lo anteceden en el tiempo.

Cuando establecimos nuestra independencia no poseíamos ni pre­tendíamos poseer derechos sobre la tierra a la cual se aplica este pac­to. En verdad, hablando estrictamente, la Confederación [de los esta­dos unidos] no poseía entonces tierra alguna; los estados poseían cada uno la tierra que quedaba dentro de sus propias fronteras, y algunos poseían territorios que quedaban fuera de su estricta frontera en cuanto estados. Virginia poseía de esta forma el Territorio del Noroes­te -o sea las tierras con las cuales se han formado desde entonces la mayor parte de Ohio, todo Indiana, todo Illinois, todo Michigan y to­do Wisconsin. También poseía (tal vez dentro de sus límites de aque­lla época) la tierra que desde entonces se ha convertido en el estado de Kentucky. Carolina del Norte poseía de la misma manera lo que es actualmente el estado de Tennessee; y Carolina del Sur y Georgia po­seían, en porciones separadas, las tierras que hoy constituyen los es­tados de Mississippi y Alabama. Connecticut, si mal no recuerdo, po­seía lo poco restante del estado de Ohio, que es el mismo territorio desde donde envían ahora a Giddings a representarlos en el Congre­so, y cuyos habitantes hacen los mejores quesos de toda la creación.

Estos territorios, junto con los estados mismos, son todas las tierras sobre las cuales pretendía entonces alguna jurisdicción la Confedera­ción. Vivíamos en aquella época sujetos a los Artículos de Confede­ración, que fueron sobreseídos, varios años más tarde, por la Cons­titución. Se comenzó a discutir la cesión de los terriorios poseídos por los estados al gobierno general. El señor Jefferson, autor de la Decla­ración de Independencia, y uno de los principales actores en el dra­ma de la revolución, que era entonces [diputado] representante en el Congreso, y que fue luego dos veces presidente; que fue, es, y qui­zá seguirá siendo el político más distinguido de toda nuestra historia; ciudadano del estado de Virginia por nacimiento y residencia y, ade­más, dueño de esclavos, concibió la idea de aprovechar la ocasión pa­ra impedir que la institución de la esclavitud se propagara al territo­rio del noroeste. Logró convencer a la legislatura de Virginia de que adoptara su punto de vista y cediera dicho territorio con la condición de que se prohibiera en él la esclavitud. El Congreso aceptó el rega­lo con todo y condición, y [en 1787] la primera ordenanza (como se llamaban entonces las leyes del Congreso) para el gobierno del terri­torio estipuló que jamás se permitiría en él la esclavitud. Esta es la fa­mosa "Ordenanza del '87", de la cual tanto se habla.

De allí en adelante durante sesenta y un años, y hasta que, en 1848, el último fragmento de dicho territorio fue admitido en la Unión co­mo estado de Wisconsin, todas las partes obedecieron con entera tranquilidad dicha ordenanza. Esa tierra es ahora lo que previo Jef­ferson y lo que se propuso: el hogar feliz de millones de personas li­bres, blancas y prósperas, sin un solo esclavo.

Fue así como, con el autor de la Declaración de Independencia, se originó la política de prohibir la esclavitud en los nuevos territo­rios. Fue así como, desde la época en que se redactó la Constitución, en el aliento puro, fresco, libre de la Revolución, el estado de Virginia y el Congreso Nacional llevaron a la práctica esta política. Fue así co­mo, durante más de sesenta de los mejores años de la república, obró constantemente esta política en favor de su grande y benéfico fin. Y fue así como, en esos cinco estados, y en cinco millones de personas libres y emprendedoras, llegamos a tener ante nosotros ricos frutos de dicha política.

Pero ahora irrumpe una nueva luz sobre nosotros. Ahora el Con­greso declara que esto jamás debió haber sucedido, y que jamás de­berá repetirse. Es una violación del sagrado derecho al autogobier­no. Incluso encontramos hombres que respiraron por primera vez -y siguieron respirando todo el resto de su vida- sujetos a esta misma restricción, y que ahora temen sofocarse por completo si se les coar­ta su "sagrado derecho" de llevar esclavos a Nebraska. Esa perfecta li­bertad por la que suspiran -la libertad de convertir a otros en escla­vos- es algo que jamás le pasó por la mente a Jefferson, que jamás les pasó por la mente a sus propios padres, que hace un año jamás había pasado por la propia mente de quienes ahora se quejan. ¡Felices ellos que no se dieron cuenta antes de su gran desgracia! ¡Oh, qué difícil es tratar con respeto semejantes ataques a todo lo que hemos tenido por realmente sagrado!

Pero volvamos a la historia. En 1803 le compramos a Francia el te­rritorio que entonces se llamaba Louisiana. Comprendía los actuales estados de Louisiana, Arkansas, Missouri y Iowa, así como el territorio de Minnesota, y el actual objeto de disputa: Kansas y Nebraska. La es­clavitud existía ya entre los franceses de Nueva Orleans y, en cierto gra­do, también en San Louis [Missouri]. En 1812 Louisiana fue admiti­da en la Unión en calidad de estado esclavista, sin controversia alguna. En 1818 o 1819 Missouri manifestó deseos de ser admitido como esta­do esclavista. A esto se resistieron los miembros norteños del Congre­so; y fue así como comenzó la primera gran agitación en torno a la es­clavitud en este país. La controversia duró varios meses, y se volvió muy iracunda y emotiva; la Cámara de Diputados votó una y oüa vez por prohibir la esclavitud en Missouri, y el Senado, con la misma persis­tencia, votó en contra de su prohibición. Se oyeron frecuentes ame­nazas de disolver la Unión, y los hombres públicos más capaces del día se alarmaron seriamente. A la larga se llegó a un acuerdo por el cual, como en todo acuerdo, ambas partes cedieron algo. Este fue una ley, aprobada el 6 de marzo de 1820, que prescribía que Missouri podría ser admitido como estado a la Unión como estado esclavista, pero que en todo el resto del territorio comprado a Francia, que queda al nor­te de los 36 grados y 30 minutos de latitud norte, jamás se habría de permitir la esclavitud. Esta estipulación, contenida en la ley de refe­rencia, es el "Acuerdo de Missouri". Al prohibir la esclavitud al norte de la línea marcada se emplea el mismo lenguaje que en la ordenan­za de 1787. Se aplicaba directamente a Iowa, Minnesota y también a Kansas y Nebraska (tema de la actual disputa). De que debiera o no haber esclavitud al sur de dicha línea la ley no decía nada. Pero Arkan­sas era el principal territorio situado al sur de la línea; y desde enton­ees ha sido admitido como estado esclavista, sin gran discusión. Más recientemente Iowa, al norte de la línea, fue admitida como estado li­bre sin controversia alguna. Más tarde todavía Minessota, que queda al norte de la línea, se organizó como territorio sin que hubiera con­troversia. Texas, que queda al sur de la línea y al oeste de Arkansas, aunque originalmente formaba parte de lo comprado a Francia, se ha­bía entregado a España en 1819 cuando se negoció la adquisición de Florida. Fue así como se convirtió en parte de México. México se re­beló y se independizó de España. Ciertos ciudadanos americanos co­menzaron rápidamente a colonizar, con sus esclavos, el sur de Texas. Pronto se rebelaron en contra de México y establecieron un gobierno independiente propio, adoptando una constitución esclavista que se parecía muchísimo a las constituciones de nuestros estados esclavistas. Mediante otra rápida movida, Texas, reclamando una frontera situa­da mucho más al oeste que cuando nos separamos de ella en 1819, fue reintegrada a Estados Unidos, y admitida en la Unión como estado es­clavista.

Entonces había pocos o ningunos asentamientos en la parte sep­tentrional de Texas, una porción considerable de la cual quedaba al norte de la "línea de Missouri" [arriba precisada]; y en las resolucio­nes por las cuales se admitía a la Unión, la restricción [del Acuerdo] de Missouri se extendió expresamente hacia el oeste a través de su te­rritorio. Esto fue en 1845, hace apenas nueve años. Tal fue el origen del Acuerdo de Missouri, y de tal manera fue respetado hasta 1845. Y todavía cuatro años más tarde, en 1849, nuestro distinguido senador [el señor juez Douglas], en un discurso público, sostuvo lo siguiente en relación con él:

 

El Acuerdo de Missouri ha funcionado en la práctica durante aproximada­mente un cuarto de siglo, y ha recibido la sanción y aprobación de hombres de lodos los partidos y todas las secciones de la Unión. Ha calmado todos los celos e irritaciones de las secciones surgidos de esta problemática cuestión, y armonizado y tranquilizado a todo el país. Ha dado a Henry Clay, su princi­pal campeón, el orgulloso epíteto de "Gran Pacificador", y con dicho título, y por dicho servicio, sus amigos políticos han llamado repetidas veces al pue­blo a apoyarlo como candidato a presidente, por ser un hombre que ha ma­nifestado tener patriotismo y capacidad suficientes para suprimir una agita­ción diabólica y traidora, y preservar la Unión. No estaba enterado de que ningún hombre ni ningún partido, de ninguna sección de la Unión, hubie­ran presentado jamás como objeción al señor Clay que era el gran campeón del Acuerdo de Missouri. Por el contrario, los opositores del señor Clay se es­forzaban por comprobar que no le correspondía el mérito exclusivo de esa gran medida patriótica; y que el honor de lograr su adopción se debía con la misma razón a otros, y no sólo a él; que [el acuerdo] había tenido su origen en los corazones de todos los hombres patrióticos, que desean preservar y perpetuar las bendiciones de nuestra gloriosa Unión -un origen afín al de la misma Constitución de Estados Unidos- que había sido concebido en el mis­mo espíritu de afecto fraternal, y calculado para eliminar para siempre el úni­co peligro que parecía amenazar, en algún lejano día, con romper los lazos sociales de unión. Todos los testimonios de la opinión pública de la época parecían indicar que este Acuerdo había sido canonizado en los corazones del pueblo americano como algo sagrado que ninguna mano despiadada se­ría jamás lo suficientemente atrevida como para inquietar.

 

No leo este extracto para acusar al señor juez Douglas de una inco­herencia. Si más tarde pensó que había estado en un error, hizo bien en cambiar de opinión. Lo presento únicamente para demostrar la alta esüma en que tenían el Acuerdo de Missouri todas las partes afec­tadas en fecha tan reciente como el año 1849.

Pero retrocedamos un poco en el tiempo. Nuestra guerra con Mé­xico estalló en 1846. Estando el Congreso a punto de cerrar esa se­sión, el presidente Polk le pidió dos millones de dólares, para ser uti­lizados durante el receso, si resultaba factible y conveniente, para negociar un tratado de paz con México, adquirir alguna parte de su territorio. Se redactó por consiguiente una propuesta de ley con ese fin, y estaba pasando con todo éxito por la Cámara de Diputados, cuando un miembro de la misma llamado David Wilmot, demócrata por el estado de Pennsylvania, propuso una enmienda por la cual se imponía como condición "que en cualquier territorio así adquirido no haya jamás esclavitud".

Este es el origen de la famosa Condición de Wilmot. Produjo un gran alboroto, pero se adhirió como cera, quedó incluida por vota­ción en la propuesta de ley, y ésta fue aprobada por la Cámara de Di­putados. Sin embargo el Senado cerró su sesión sin aprobar ni recha­zar en forma definiúva la ley, de manera que tanto la asignación de fondos como la enmienda quedaron en suspenso. La guerra conti­nuó, y a la siguiente sesión el presidente renovó su solicitud de fon­dos, aumentando la cantidad, según recuerdo, a tres millones. Nue­vamente se impuso la enmienda, y la medida fue derrotada. El Con­greso volvió a cerrar sus sesiones y la guerra siguió. En diciembre de 1847 se reunió el nuevo Congreso. En ese periodo yo estaba en la Cá­mara de Diputados. La Condición de Wilmot, o el principio que la anima, estaba continuamente sobre el tapete en una forma o en otra, y creo que puedo aventurarme a afirmar que voté en su favor cuan­do menos cuarenta veces durante el breve tiempo que estuve en la Cámara. Pero el Senado la detuvo, y jamás se convirtió en ley. En la primavera de 1848 se firmó un tratado de paz con México por el cual obtuvimos la porción de su tierra que ahora integra los territorios de Nuevo México y Utah y el actual estado de California. Mediante di­cho tratado se derrotó la Condición de Wilmot, que se había propues­to para la adquisición de dicho territorio. Sin embargo sus amigos seguían decididos a encontrar alguna forma de impedir que la escla­vitud entrara en las tierras recién adquiridas. La nueva adquisición quedaba directamente al oeste de nuestra antigua compra francesa, y se extendía hacia el oeste hasta el océano Pacífico, estando situada de tal manera que, de extenderse hacia occidente en línea recta la lí­nea de Missouri, quedaría dividida por ella, quedando una parte ha­cia el norte y otra hacia el sur. Por moción del señor juez Douglas, se presentó una propuesta de ley, o provisión de la misma, que fue apro­bada por el Senado, que hubiera extendido en dicha forma la línea de Missouri. Quienes en la Cámara apoyábamos la Condición de Wil­mot, entre los cuales me encontraba yo, votamos en contra, impidien­do su aprobación, porque, por implicación, se cedía la parte sur a la esclavitud, y nosotros estábamos decididos a mantener libre toda esa tierra.

En el otoño de 1848 se descubrieron minas de oro en California. Esto atrajo pobladores con una rapidez sin precedente, a tal grado que, al reunirse el nuevo Congreso, en diciembre de 1849, o poco después, tenía ya casi cien mil pobladores, había convocado a una convención, redactado una constitución que excluía la esclavitud, y estaba tocando a la puerta, pidiendo ser admitida en la Unión. Los adictos a la Condición de Wilmot estaban, naturalmente, dispuestos a admitirla, pero el Senado, siempre fiel al otro bando, no consentía su admisión, y allí estaba California, rechazada de la Unión por no admitir la esclavitud dentro de sus fronteras. Dadas todas las circuns­tancias de esto, después de todo, quizá no estaba mal. Quedaban otros puntos en disputa relacionados con la cuestión general de la es­clavitud que había que aclarar. El Sur pedía a gritos una ley más efi­ciente de devolución de esclavos fugitivos. El Norte pedía a gritos la abolición de una peculiar especie de comercio de esclavos que se ejer­cía en el distrito de Columbia, por el cual, a la vista misma de las ven­tanas del capitolio, había funcionado abiertamente durante cincuen­ta años una especie de cuadra de negros, donde se reunían rebaños de negros, se guardaban por un tiempo, y llevaban finalmente a los mercados del Sur precisamente como si se tratara de rebaños de ca­ballos. Utah y Nuevo México necesitaban un gobierno territorial; y el que se prohibiera o no la esclavitud dentro de sus fronteras era otro asunto que había que resolver. También había que decidir la fronte­ra occidental, indefinida entonces, de Texas. Era un estado esclavis­ta, y por lo tanto, mientras más podían empujar su frontera hacia el oeste los esclavistas, más territorio esclavista obtenían; y mientras más hacia el este podían rechazar esa frontera los opositores de la esclavi­tud, más lograban reducir el territorio esclavista. Por lo tanto ésta era una cuestión que concernía tan claramente a la esclavitud como cual­quiera de las otras.

Todos estos puntos requerían solución, y se dejaron en suspenso, tal vez sabiamente, esperando que con el tiempo se ajustaran y resol­vieran mutuamente. Se creía que ahora la Unión, como antes en 1820, estaba en peligro, y la devoción a la Unión inclinaba muy correc­tamente a los hombres a ceder algo en ciertos puntos, cuando ningu­na otra cosa los hubiera inclinado a hacer concesiones. Se logró por fin un acuerdo. El Sur obtuvo su nueva ley respecto de devolución de esclavos fugitivos, y el Norte obtuvo California (con mucho la mejor parte del territorio adquirido de México) en calidad de estado libre. El Sur obtuvo la estipulación de que, cuando se admitiera a Nuevo México y Utah como estados, podrían ingresar en la Unión con escla­vitud o sin ella, de acuerdo con su propia decisión; y el Norte obtu­vo la abolición del comercio de esclavos en el distrito de Columbia. El Norte logró que la frontera occidental de Texas quedara más al es­te de lo que quería el Sur; a cambio, se le dieron a Texas diez millo­nes de dólares con los cuales pagar sus viejas deudas. Este es el Acuer­do de 1850.

Antes de la elección presidencial de 1852 cada uno de los grandes partidos políticos, los demócratas y los whigs, se reunieron y adopta­ron resoluciones en que confirmaban el Acuerdo de 1850 como una "finiquitación", como un acuerdo definitivo, en la medida en que pu­dieran garantizarlo dichos partidos, con respecto a toda agitación es­clavista. Antes de esto la legislatura de Illinois lo había confirmado en 1851.

Durante este largo periodo de tiempo Nebraska había quedado co­mo terreno prácticamente deshabitado, pero ahora comenzaron a lle­gar inmigrantes a colonizarlo. Tiene aproximadamente la tercera par­te del territorio que ocupa actualmente Estados Unidos, y comienza a percibirse su importancia, durante tanto tiempo olvidada. La res­tricción de la esclavitud por el Acuerdo de Missouri se le aplica direc­tamente -de hecho el acuerdo fue forjado originalmente, y manteni­do luego, con esa intención. En 1853 fue aprobada por la Cámara de Diputados una ley que le daba gobierno territorial y, en manos del se­ñor juez Douglas, sólo dejó de convertirse en ley por falta de tiempo. Esta propuesta de ley no contenía ninguna abrogación del Acuerdo de Missouri. De hecho, cuando fue atacada por no contener semejan­te abrogación, el señor juez la defendió en su actual forma. El 4 de enero de 1854 el señor juez introduce una nueva propuesta de ley pa­ra dar a Nebraska gobierno territorial. Acompaña esta propuesta con un informe en el que recomienda expresamente que el Acuerdo de Missouri ni se confirme ni se abrogue. No pasa mucho tiempo antes de que se modifique de tal forma la ley propuesta que resultan dos territorios en vez de uno, llamándose al que queda hacia el sur, Kan-sas.

Además, aproximadamente un mes después de la introducción de dicha propuesta de ley, y por moción del mismo juez, ésta se enmien­da para declarar inoperante y carente de validez el Acuerdo de Mis­souri; y, en sustancia, que las personas que vayan a colonizar los nue­vos territorios podrán establecer la esclavitud, o prohibirla, según les parezca. La propuesta fue aprobada en esta forma por ambas cáma­ras del Congreso y se convirtió en ley.

Esta es la abrogación del Acuerdo de Missouri. La relación histó­rica precedente podrá no ser absolutamente exacta en todos sus de­talles, pero estoy seguro de que es lo suficientemente exacta para el uso que intentaré hacer de ella, y nos proporciona el principal mate­rial que nos permitirájuzgar correctamente si es un acierto o un error la abrogación del Acuerdo de Missouri. Creo, e intentaré demostrar, que es perjudicial en sus efectos directos, por admitir la entrada de la esclavitud en Kansas y en Nebraska, y perjudicial en su principio prospectivo, por permitir que se extienda a todo el resto del ancho mundo, donde quiera que se puedan encontrar hombres dispuestos a llevarla.

Esta declarada indiferencia respecto de la difusión de la esclavi­tud, que, sin embargo, no puedo menos que sospechar que es un en­cubierto y auténtico celo por propagarla, es algo que no puedo sino odiar. La odio por la monstruosa injusticia de la esclavitud misma. La odio porque priva a nuestro modelo republicano de su justa in­fluencia en el mundo; porque permite a los enemigos de las institu­ciones libres burlarse de nosotros por hipócritas; porque hace que los verdaderos amigos de la libertad duden de nuestra sinceridad; y la odio, especialmente, porque obliga a muchos hombres buenos que hay entre nosotros a emprender una guerra abierta contra los principios fundamentales de la libertad civil y criticar la Declaración de Independencia, insistiendo en que sólo el egoísmo es un princi­pio de acción verdadero.

Antes de seguir adelante dejadme decir que creo no tener ningún prejuicio contra los sureños. Son exactamente lo que seríamos noso­tros en su situación. Si la esclavitud no existiera ya entre ellos, no la introducirían. Si exisüera entre nosotros, no renunciaríamos instan­táneamente a ella. Creo que esto es cierto respecto de las masas tan­to en el Norte como en el Sur. No cabe duda de que hay individuos en ambas partes que en ninguna circunstancia aceptarían poseer es­clavos, y otros que alegremente introducirían otra vez la esclavitud si no existiera. Sabemos que algunos hombres del Sur liberan a sus es­clavos, se mudan al Norte, y se convierten en abolicionistas, mientras que algunos hombres del Norte se mudan al Sur y se convierten en dueños de esclavos, y que los tratan con la mayor crueldad.

Cuando los sureños nos dicen que no son más responsables del origen de la esclavitud que nosotros, reconozco la verdad de su afir­mación. Cuando se dice que la institución existe, y que es sumamen­te difícil deshacerse de ella en forma satisfactoria, puedo entender y comprenderlo. Yo, desde luego, no los culparé por no hacer lo que no sabría cómo hacer yo mismo. Si se me diera todo el poder del mundo no sabría que hacer respecto de la institución existente. Mi primer impulso sería poner en libertad a todos los esclavos y enviar­los a Liberia, a la tierra donde nacieron. Pero un momento de refle­xión me convencería de que, por muchas esperanzas que se pongan en tal plan, y que a la larga pudieran cumplirse, ejecutarlo de un momento a otro es imposible. Si hubieran de desembarcar en dicha tierra todos juntos en un solo día, todos perecerían en los siguien­tes diez; y no se cuenta con barcos ni dinero suficientes para llevar­los en muchas veces diez días. ¿Qué hacer entonces? ¿Liberarlos a todos, y mantenerlos entre nosotros como subordinados? ¿Es del to­do seguro que esto mejoraría su condición? Creo que yo no dejaría uno solo en la esclavitud de ninguna manera, pero la cuestión no es lo suficientemente clara como para que me permita condenar a otros por tal motivo. ¿Qué hacer entonces? ¿Liberarlos, y hacerlos políti­ca y socialmente nuestros iguales? Mis propios sentimientos no lo ad­mitirían, y si lo admitieran, bien sabemos que los de la gran masa de los blancos no lo admitirían. El que tal sentimiento concuerde o no con la justicia y el sentido común no es lo único que importa, si es que, en realidad, forma parte de la cuestión. Un sentimiento univer­sal, esté bien o mal fundado, no puede hacerse a un lado impune­mente. No podemos, pues, hacerlos nuestros iguales. Sí me parece que podrían adoptarse sistemas de emancipación gradual, pero no me atreveré a juzgar a nuestros hermanos del Sur por demorarse al respecto.

Cuando [los sureños] nos recuerdan sus derechos constituciona­les, los reconozco; no de mala gana, sino plena yjustamente; y les da­ría cualquier legislación que fuera necesaria para reclamar a sus es­clavos fugiüvos que, en su rigor, no tuviera mayores probabilidades de llevar a un hombre libre a la esclavitud que nuestro código crimi­nal ordinario de ahorcar a un inocente.

Pero todo esto, a mi juicio, no es mayor disculpa para permitir que la esclavitud entre en nuestro propio territorio libre que para reanu­dar legalmente el comercio de esclavos con África. La ley que prohi­be traer esclavos desde África, y que durante tanto tiempo ha prohibi­do llevarlos a Nebraska, no puede distinguirse por ningún principio moral, y podrían encontrarse disculpas tan plausibles para abrogar la primera como para abrogar la segunda. 

[...]

Se dice que para ser justos y equitativos con el Sur es indispensable que consintamos en que se extienda la esclavitud a los nuevos terri­torios. Que, puesto que tú no pones objeción alguna a que lleve mi cerdo a Nebraska, yo no debo objetar que lleves tú a tu esclavo. Aho­ra bien, admito que esto es perfectamente lógico, siempre y cuando no haya diferencia alguna entre un cerdo y un negro. Pero mientras que vosotros me exigís de esta forma que niegue la humanidad del negro, deseo preguntar si vosotros, los mismos sureños, habéis esta­do jamás dispuestos a hacer otro tanto. Se ha provisto bondadosamen­te que de todos los hombres que venimos al mundo, sólo un peque­ño porcentaje sean tiranos naturales. Ese porcentaje no es mayor en los estados esclavistas que en los libres. La gran mayoría de los habi­tantes del Sur, como los del Norte, tienen simpatías humanas, de las cuales no son más capaces de librarse que de su sensibilidad al dolor físico. Estas simpatías que alientan en los pechos del pueblo sureño manifiestan, de muchas maneras, su intuición de que la esclavitud es un mal, y su conciencia de que, después de todo, hay humanidad en el negro. Si me lo negáis, permitidme haceros unas cuantas pregun­tas francas. En 1820 los del Sur se unieron a los del Norte casi unáni­memente para declarar que el comercio de esclavos africanos sería considerado legalmente como piratería, y castigado con la pena de muerte. ¿Por qué hicieron esto? Si no sentían que era malo, ¿por qué se unieron para ordenar que quienes lo hacían fueran ahorcados? Tal práctica no era otra cosa que traer negros salvajes de África a quienes quisieran comprarlos. Pero jamás pensaron en ahorcar a los hombres por capturar y vender caballos salvajes, ni búfalos salvajes, ni osos sal­vajes.

Otra pregunta. Tenéis entre vosotros a un individuo tramposo que pertenece a la categoría de tiranos nativos naturales y es conocido como "tratante de esclavos". Este observa vuestros apuros y necesi­dades y se acerca a compraros vuestro esclavo a un precio de espe­culación. Si no podéis evitarlo, le vendéis vuestro esclavo; pero si po­déis evitarlo, lo corréis a patadas. Lo despreciáis. No lo reconocéis como amigo, ni siquiera como hombre decente. Vuestros hijos tie­nen prohibido jugar con los suyos; pueden jugar y divertirse libre­mente con los negritos, pero no con los hijos del tratante de escla­vos. Si os veis obligados a tratar con él, os esforzáis por realizar la transacción sin tocarlo. Es común darse la mano en un saludo con los hombres que os encontráis en público, pero con el tratante de esclavos evitáis la ceremonia, repudiando por instinto el asqueroso contacto. Si él se hace rico y se retira del negocio, lo recordáis toda­vía, y mantenéis la interdicción que pesa sobre él y su familia. ¿Por qué sucede esto? No tratáis así al hombre que compra y vende algo­dón o maíz o tabaco.

Y luego, de nuevo. Hay en Estados Unidos y sus territorios, inclui­do el distrito de Columbia, 433 643 negros libres. A quinientos dóla­res por cabeza valen más de doscientos millones de dólares. ¿Cómo ha llegado a suceder que tan vasta riqueza ande suelta sin dueño? No vemos correr libres a los caballos o cabezas de ganado. ¿Por qué? ¿Có­mo ha sucedido esto? Todos esos negros libres son descendientes de esclavos, o han sido esclavos ellos mismos; y serían esclavos todavía si no fuera por algo que obró sobre sus dueños blancos, induciéndolos al vasto sacrificio pecuniario de liberarlos. ¿Qué es lo que así opera? ¿Hay forma de equivocarse al respecto? En todos estos casos es vues­tro sentido de justicia y simpatía humana lo que continuamente os repite que el pobre negro tiene algún derecho natural a su propia persona, que quienes se lo niegan y lo convierten en mera mercan­cía merecen patadas, desprecio y muerte.

¿Y ahora por qué nos pedís que neguemos la humanidad del escla­vo, y lo estimemos como el igual solamente de un cerdo? ¿Por qué nos pedís que hagamos lo que no haríais vosotros? ¿Por qué nos pe­dís que hagamos gratuitamente lo que doscientos millones de dóla­res no os inducirían a hacer?

Pero falta un gran argumento en favor de la abrogación del Acuer­do de Missouri. Ese argumento es "el sagrado derecho al autogobier­no". Parece que nuestro distinguido senador ha encontrado gran di­ficultad en hacer que sus antagonistas, incluso en el Senado, se le enfrenten en una clara y justa polémica al respecto. Algún poeta ha dicho:

 Los tontos se arrojan en donde los ángeles temen dar un paso.

Con peligro de ser considerado uno de los tontos a que alude es­ta cita, me enfrento al argumento, me arrojo al ruedo, tomo a ese to­ro por los cuernos. Confío en comprender y estimar sinceramente el derecho al autogobierno. Mi fe en la proposición de que cada hom­bre debe hacer precisamente lo que guste con todo lo que es exclu­sivamente suyo está arraigada en el fundamento mismo del sentido de justicia que hay en mí. Extiendo este principio a las comunidades de hombres tanto como a los individuos, y esto porque es, no sólo na­turalmente justo, sino políticamente sabio: es políticamente sabio por­que nos salva de embrollarnos en pleitos respecto de cuestiones que no nos conciernen. Aquí, o en Washington, no me inquietaría en ab­soluto con respecto a las leyes aplicables a las ostras en Virginia, o a los arándanos en Indiana. La doctrina del autogobierno es correcta, es absoluta y eternamente correcta, pero no puede aplicarse con jus­ticia en este caso. O quizá debería yo decir más bien que el que pue­da o no aplicarse con justicia depende de que el negro sea o no un hombre. Si no es un hombre, en ese caso quien es un hombre pue­de, ejercitando el autogobierno, hacer lo que guste con él.

Pero si el negro es un hombre, ¿no destruye acaso en esa medida totalmente [este hecho] el principio de autogobierno decir que él no se gobernará también a sí mismo? Cuando el hombre blanco se go­bierna a sí mismo y también a otro hombre, eso es algo más que au­togobierno: eso es despotismo. Si el negro es un hombre, entonces mi antigua fe me enseña que "todos los hombres son creados iguales" y que no puede haber derecho moral alguno relacionado con el ac­to de esclavizar a un hombre.

El señor juez Douglas, frecuentemente, con amarga ironía y sar­casmo, parafrasea nuestro argumento diciendo: "¡Los hombres blan­cos de Nebraska son bastante buenos para gobernarse a sí mismos pe­ro no son bastante buenos para gobernar a unos cuantos miserables negros!"

¡Vaya! No dudo de que los hombres de Nebraska son y seguirán siendo tan buenos como el común de los hombres en otras partes. No digo lo contrario. Lo que digo es que ningún hombre es bastan­te bueno para gobernar a otro sin su consentimiento. Digo que éste es el principio rector, el ancla estabilizarte del republicanismo ame­ricano. Nuestra Declaración de Independencia dice:

Mantenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas. Que todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su Creador de ciertos derechos inenajenables; que entre ellos están el derecho a la vida, a la liber­tad, y a la búsqueda de la felicidad. Que es para garantizar estos derechos que se han instituido los gobiernos entre los hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados.

He citado un trozo tan largo en este momento sólo para demostrar que según nuestra antigua fe, la justa autoridad de los gobiernos se deriva del consentimiento de los gobernados. Ahora bien, la relación entre amo y esclavo es, por lo tanto, una violación total de este princi­pio. El amo no sólo gobierna al esclavo sin su consenümiento, lo go­bierna por un conjunto de reglas enteramente distintas de las que tie­ne para gobernarse a sí mismo. Permitid a todos los gobernados una voz igual en el gobierno... eso, y sólo eso, es autogobierno. 

[...]

El que la esclavitud penetre en Nebraska, o en otros nuevos territo­rios, no es un asunto que ataña exclusivamente a las personas que puedan emigrar allí. Toda la nación está interesada en el mejor uso que pueda hacerse de esos territorios. Los queremos para hogar de hombres blancos libres. Y no pueden serlo, en ninguna medida con­siderable, si se implanta en ellos la esclavitud. Los estados esclavistas son lugares de los cuales los blancos pobres tienen que irse, no luga­res a los cuales puedan ir. Es a los estados nuevos libres que pueden ir los pobres, y mejorar su situación. Para tal fin necesita estos terri­torios la nación.

Más aún: hay relaciones constitucionales entre los estados esclavis­tas y los libres que son degradantes para los segundos. Estamos legal­mente obligados a capturar y regresar a sus esclavos fugitivos: una ta­rea sucia, desagradable, que, según creo, como regla general, los dueños de esclavos no cumplen unos para otros. Y luego, en cuanto al control del gobierno -la administración de los asuntos comunes a toda la sociedad- ellos tienen una gran ventaja sobre nosotros. De acuerdo con la Constitución cada estado tiene dos senadores, tiene un número de diputados proporcional al número de sus habitantes, y un número de electores presidenciales igual al total de sus senado­res y diputados sumados. Pero al determinar con este fin el número de habitantes se toma a cinco esclavos como iguales a tres blancos. Los esclavos no pueden votar; sólo se los cuenta para aumentar así la influencia de los votos de los blancos. El efecto práctico de esto se puede mostrar mejor mediante una comparación de los estados de Carolina del Sur y Maine. Carolina del Sur tiene seis diputados, co­mo Maine. Carolina del Sur tiene ocho electores presidenciales, como Maine. Hasta aquí ésta es una igualdad exacta; y, por supuesto, tienen igual número de senadores, dos cada uno. De manera que, en cuan­to al control del gobierno, ambos estados son precisamente iguales. ¿Pero qué proporción guardan con respecto al número de sus habi­tantes blancos? Maine tiene 581 813, mientras que Carolina del Sur tiene 247 567; Maine tiene el doble de Carolina del Sur, más otros

32 679. De manera que cada hombre blanco de Carolina del Sur va­le más del doble de cualquier hombre de Maine. Y todo esto porque Carolina del Sur, además de sus habitantes libres, tiene 384 984 escla­vos. El habitante de Carolina del Sur tiene precisamente la misma ven­taja sobre el hombre blanco de cualquier otro estado libre que sobre el de Maine. Vale más del doble de cualquiera de nosotros que esta­mos aquí reunidos. La misma ventaja, pero no en el mismo grado, pertenece a todos los ciudadanos de los estados esclavistas respecto de los de los estados libres; y es una verdad absoluta, sin una sola excep­ción, que no hay un solo votante en cualquier estado esclavista que no tenga mayor poder legal en el gobierno que cualquier votante de cualquier estado libre. No hay ningún caso de igualdad exacta; y la desventaja está contra nosotros a lo largo de todo el capítulo. Este principio, en su operación conjunta, da a los estados esclavistas vein­te diputados adicionales en el actual Congreso, o sea siete más que toda la mayoría con la cual aprobaron la ley de Nebraska [que revo­có el Acuerdo de Missouri].

Ahora bien, todo esto es manifiestamente injusto; y sin embargo no lo menciono para quejarme, porque es algo ya decidido. Está en la Constitución, y no propongo por tal causa, ni por ninguna otra cau­sa, destruir ni alterar ni hacer caso omiso de la Constitución. La sos­tengo y la respeto, franca, plena y firmemente.

Pero cuando me dicen que debo dejar decidir a otros si los nuevos socios han de ser entrenados y convertidos en miembros de la com­pañía en las mismas condiciones degradantes para mí, con todo res­peto, declaro mi renuencia. Insisto en que el ser yo un hombre ente­ro, o sólo la mitad de un hombre, en comparación con otros, es una cuestión que en algo me concierne, y una cuestión que ningún otro hombre puede tener un derecho sagrado a decidir por mí. Si me equivoco -si realmente forma parte del derecho sagrado al autogo­bierno del hombre que ha de ir a Nebraska el decidir si ha de valer lo mismo que yo o el doble-, entonces, después de que haya ejercido ese derecho, y me haya reducido a una fracción todavía menor de hombre de lo que ya soy, me gustaría que algún caballero, profunda­mente entendido en los misterios de los derechos sagrados, se pro­vea de un microscopio, y mire por todas partes, y descubra, si puede, qué ha sido de mis derechos sagrados. Porque seguramente serán ya demasiado pequeños para detectarlos con el ojo humano.

Finalmente, insisto en que si hay algo que es deber de todo el pue­blo no dejar jamás, en otras manos que las suyas propias, esto es la preservación y perpetuación de sus propias libertades e instituciones. Y si hubiera de pensar, como yo, que la extensión de la esclavitud lo pone en mayor peligro que cualquier otra causa, o que todas ellasjun-tas, ¡cómo se traicionaría a sí mismo si sometiera la cuestión, y con ella el destino de su patria, a un mero puñado de hombres que sólo persiguen su propio provecho! Si esta cuestión de la extensión de la esclavitud no tuviera importancia -si fuera inocua e incapaz de hacer mal- podría hacerse a un lado de esta manera; pero, siendo, como es, un peligroso monstruo, ¿lo soltará la nación, que lo tiene ahora fuertemente sujeto, para confiarlo a tan débiles custodios?

Fie terminado con este poderoso argumento del autogobierno. ¡Ve, sagrada cosa! Anda en paz.

Pero se recomienda vehementemente la ley de Nebraska como la gran medida que salvará a la Unión. Vaya, pues yo también estoy por salvar la Unión. Por mucho que odio la esclavitud, antes consentiría en extenderla, que en ver disuelta la Unión; de la misma manera que consentiría cualquier gran mal por evitar otro mayor. Pero cuando me pongo a salvar a la Unión debo creer, cuando menos, que los me­dios que empleo se adaptan al fin de alguna forma. A mi parecer, la ley de Nebraska no se adapta en absoluto. 

No tiene sabor a salvación

 

Es, más bien, un agravante de lo único que jamás ha puesto en peligro la Unión. Cuando nos cayó encima, todo era paz y tranquilidad. La na­ción tenía en mente la formación de nuevos lazos de unión, parecía que se abría ante nosotros un largo camino de paz y prosperidad. De todas las diversas posibilidades, me parece difícil encontrar alguna que hubiera podido reactivar la agitación en torno a la esclavitud, salvo es­te mismo proyecto de revocar el Acuerdo de Missouri. Cada pulgada de territorio que poseíamos tenía ya un acuerdo definido respecto de la esclavitud, que todas las partes estaban comprometidas a respetar. De hecho, no había más tierra deshabitada que pudiéramos adquirir en el continente, si exceptuamos algunas regiones del extremo norte, que están fuera de discusión.

En tal situación el mismo Genio de la Discordia difícilmente ha­bría podido encontrar otra manera de ponernos nuevamente en con­flicto que volviendo atrás el reloj y destruyendo las medidas pacifican­tes del pasado. Parecen haber prevalecido los consejos de este Genio. Se revocó el Acuerdo de Missouri; y henos aquí otra vez en medio de una nueva agitación en torno a la esclavitud, tan intensa, según creo, como jamás antes habíamos visto. ¿Quiénes son los responsables? ¿Quiénes se resisten a la medida, o quiénes sin causa alguna la pre­sentaron e insisüeron por todos los medios en su aprobación, cuando tenían motivos para saber, y sabían de hecho, que sería resistida? No podía su autor sino esperar que sería vista como una medida para ex­tender la esclavitud, agravada por un burdo abuso de confianza.

Discuüd como queráis, y tanto tiempo como queráis, ésta es la des­nuda apariencia y aspecto de la medida. Y con este aspecto no podía sino producir agitación. La esclavitud se funda en el egoísmo de la naturaleza humana; la oposición a la esclavitud, en su amor por lajus-ticia. Estos principios son eternamente antagónicos, y cuando entran en un choque frontal tan feroz como el provocado por la extensión de la esclavitud, seguirán inevitablemente estremecimientos y convul­siones incesantes. Abrogad el Acuerdo de Missouri, abrogad todos los acuerdos, abrogad la Declaración de Independencia, abrogad toda la historia pasada, no podréis abrogar la naturaleza humana. Seguirá siendo abundancia del corazón humano creer que extender la escla­vitud es malo, y de esa abundancia de su corazón seguirá hablando su boca. 

DISCURSO EN LA SALA DE LA INDEPENDENCIA, EN FILADELFIA, PENNSYLVANIA1 

Señor Cuyler:

Me embarga una profunda emoción al encontrarme de pie en este lugar, donde se reunieron la sabiduría, el patriotismo, la devoción a los principios, de los cuales surgieron las insútuciones bajo las cuales vivimos. Habéis sugerido muy amablemente que está en mis manos

 

' Discurso pronunciado en el lugar donde se firmó la Declaración de Independen­cia de Estados Unidos, poco después de ser elegido presidente por primera vez.

la tarea de restaurar la paz a nuestra atribulada patria. Puedo decir a mi vez, señor, que todos los sentimientos políticos que tengo han si­do tomados, en la medida en que he podido tomarlos, de los senti­mientos que tuvieron su origen y fueron dados al mundo en esta sa­la. Nunca he tenido un sentimiento político que no brotara de los sentimientos incorporados en la Declaración de Independencia. Con frecuencia he meditado en los peligros que arrostraron los hombres que aquí se reunieron y redactaron y adoptaron esa Declaración. He meditado en los trabajos que soportaron los oficiales y soldados del ejército que alcanzó esa independencia. Con frecuencia me he pre­guntado qué gran principio o idea fue el que mantuvo por tanto tiempo unida a esa Confederación. No era el mero asunto de la separación de las colonias de la madre patria, sino ese sentimiento expresado en la Declaración de Independencia que no sólo dio libertad al pueblo de este país, sino esperanza a todo el mundo, para todo tiempo futu­ro. Fue la promesa de que en su debido tiempo serían alzadas las pe­sadas cargas de los hombros de todos los hombres, y que todos ten­drían las mismas oportunidades. Este es el sentimiento incorporado en la Declaración de Independencia. Ahora bien, amigos, ¿puede sal­varse este país sobre esa base? Si es así, me consideraré uno de los hombres más felices del mundo si puedo ayudar a salvarlo. Si no pue­de salvarse sobre ese principio, sería en verdad terrible. Pero si este país no puede salvarse sin renunciar a ese principio, estaba a punto de decir que preferiría ser asesinado en este mismo sitio, antes que re­nunciar a él. Ahora bien, en vista de las actuales perspectivas, no hay necesidad alguna de derramamiento de sangre y de guerra. No hay necesidad de ello. No estoy en favor de semejante camino; y puedo decir anticipadamente que no habrá derramamiento de sangre a me­nos que se obligue a él al gobierno. El gobierno no recurrirá a la fuer­za, a menos que se utilice la fuerza contra él.

Amigos míos, éste es un discurso absolutamente impreparado. No esperaba que se me pidiera pronunciar una palabra cuando vine. Su­ponía que sólo tenía que ayudar a izar una bandera. Tal vez haya di­cho, pues, algo indiscreto. Pero no he dicho nada de acuerdo con lo cual no esté dispuesto a vivir, y, si tal cosa place al Todopoderoso Dios, a morir.

ABRAHAM LINCOLN

 

discurso de gettysburgh2

 

Hace ochenta y siete años nuestros padres dieron a luz sobre este con­tinente una nueva nación, concebida en libertad, y dedicada a la idea de que todos los hombres fueron creados iguales.

Ahora estamos enfrascados en una gran guerra civil, poniendo a prueba si esa nación, o cualquier nación así concebida y a eso dedi­cada, puede durar mucho tiempo. Nos hemos citado en uno de los grandes campos de batalla de esa guerra. Hemos venido a dedicar una parte de ese campo como lugar de descanso final para quienes aquí dieron su vida para que la nación pudiera vivir. Es enteramente justo y adecuado que hagamos esto.

 

Pero, en un senüdo más amplio, no podemos dedicar -no pode­mos consagrar- este suelo. Los valientes hombres que aquí combatie­ron, estén ahora vivos o muertos, lo han consagrado muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restar nada. El mundo poco caso hará y poco tiempo recordará lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que aquí hicieron. Nos toca a nosotros, los vivos, dedicarnos más bien a la tarea inconclusa que quienes aquí combatieron hicieron avanzar tan noblemente. Nos corresponde mas bien dedicarnos a la gran tarea que nos queda por cumplir; tomar de estos honrados muer­tos un incrementado amor por esa causa a la cual entregaron la ple­na medida de su devoción; tomar aquí la alta resolución de que estos muertos no habrán muerto en vano; que esta nación, bajo Dios, ha de tener un nuevo parto de libertad; y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no perecerá de la faz de la tierra.