El muerto de...

Lo llamaban el Muerto porque nunca hablaba. A su madre no le gustaba el apodo. "¿Por qué te dicen así, Mario?", le decía, "No me gusta, es de mal agüero." Pero se lo seguían diciendo.

"¿En, Muerto, qué haces?"

"Nada."

"¿Por qué tan callao?" "¿Qué piensas, Muerto?" "Nada."

 Sus compañeros, los lancheros, eran alegres. Siempre en bromas y fandangos. La Jaiba, el Pulpo, el Mulato... siempre moviéndose, siempre riéndose. "¿Y de qué?" se preguntaba el Muerto.

"¿Y desde cuándo eres así, Muerto?", le preguntaban, "¿Desde cuándo no hablas ni te ríes?"

"¿Yo? Así nací."

"¿Pues qué viste allá adentro que no te gustó?" Risotadas. "¿Qué te importa?" "Nada, pues."

 No fue lo que vio antes, sino lo que vio después, cuando lo vio todo. Y no era que no se sonriera nunca. Sí se sonreía... y hasta tenía los ojos risueños. Pero hablaba poco. Todo se lo comía, sus pensamientos, y esto era lo que no les gustaba a sus compañeros. Le tenían miedo. Quien se guarda su opinión de los demás no la ha de tener muy buena; y ellos sentían de su parte una superioridad ilícita, por el sólo hecho de no decir las cosas a gritos, como ellos, y de mantenerse de este modo aparte. "¿Quién se cree?" y "A la mejor tiene razón." eran sus secretos pensamientos respecto al muerto.

 El trabajo era grato. Casi daba la impresión de que no se hacía nada. Ir juntando clientes, por las sillas de la playa, ayudarlos a subir a la lancha, (de vez en cuando esto era interesante); de allí para adelante el trabajo era de la lancha y el de uno se reducía a tomar posturas interesantes, y a explicarles el paisaje a los turistas. "Allí está la casa de Pedro Infante, y allí la de Miroslava... En esa cueva por poco se mata Tin-Tan. En esta otra, que se llama la Cueva del Diablo, se filmó "La Sirena. ¿No la vieron? Esa es la casa de Miguel Alemán. La semana pasada pescaron a una pandilla de rateros elegantes que la tenían rentada; había ruletas y se jugaba fuerte, pero ya la cerraron." Etc., etc., etc. Y de vez en cuando "¿Nunca le habían dicho que se parece a María Félix, señorita?" y la señorita, que hacía todo lo posible por parecerse a María Félix, sonreía satisfecha. A veces algún cliente preguntaba "¿Y usted no es de los que se tiran de la Quebrada?" Y entonces el

Muerto dejaba volar su imaginación. "Pues no se lo va usted a creer, pero sí. De chiquillo, sobre todo. Ya de grande me separé porque tuve disgustos con los del sindicato. Me solicitaban para una demostración en Estados Unidos, y no quisieron que fuera. Por eso me retiré." "Y qué tal se siente tirarse desde tan alto?" "Pues le voy a decir... al principio se siente rete feo. Pero ya luego gusta, a pesar de los trancazos. Si estaba yo lleno de cortadas, parecía un Santo Cristo, pero ya se me borraron. Mire usted ya no tengo ni una." Y volteaba su cuerpo semidesnudo para que lo vieran. En efecto estaba liso y moreno como la mano de una mujer.

 Un día se enteraron los del club de clavadistas de la Quebrada, que el Muerto estaba diciendo que él se tiraba.

"¿Qué hacemos?" preguntó uno de ellos, apodado Buergo. "Yo ya me estoy fastidiando de que todos los lancheros digan que se tiran de la Quebrada. Le van a quitar el chiste."

"Sí, mano, con lo que se talla uno, y luego que le anden quitando a uno la gloria..." "Pero qué le vamos a hacer, pues?" Ni modo que nos peliemos con todos." "No, con todos no. Pero con uno?" "Eso sí."

"Por qué no lo echamos de la Quebrada?" dijo uno, el más chico.

"N'ombre, se mata."

"Pero no vuelve a echar perico."

"Sí, pero nos meten al bote a todos, mano."

"Bueno, pues, y si no lo echamos? Si lo traemos, y le decimos que lo vamos a echar, nadamás para ver de qué color se pone?" "Suave."

"No vuelve a decir que es clavadista." "Pero cuándo?"

"El domingo en el baile. Para que lo vean todos." "Eso! Oye, a tí de veras téjala el garbanzo..." "Dale una pa' que no se crea." "Órale, unas vencidas, chaparro." "Una llavecita, ya que eres tan listo." Y se quedaron haciendo trifulca.

  El muerto iba seguido a la Quebrada. Se asomaba por el barandal, y se quedaba viendo las olas, furiosas, romperse contra las rocas duras. Una, y otra, y otra. Así se quedara horas, siempre había olas. No se cansaban. Desde lejos las veía venir, como fila de niñas abrazadas. Pero ya cerca, eran blancas y altas, cada vez más altas, y hablaban murmuraban, lloraban, y se daban de golpes contra la roca, como si estuvieran desesperadas. O eran animales que no les daban de comer, y entonces daba miedo oírlas, y se alegraba uno de que estaba tan alto, a donde no lo alcanzaban. Pero subían, se trepaban por la roca, y las gotas de agua brincaban y le caían a uno en la cara, y entonces ya no quería uno estar lejos sino cerca, adentro del agua. Debajo, allá en las rocas, se veía todo limpio y frío, y las rocas lucían en el sol; a veces eran tan bonitas como las flores que crecían más arriba. "Y si yo fuera clavadista..." pensaba, "Entonces podría estar allá abajo,

adentro del agua, y sentir las olas y las rocas. Una mujer es distinta. Es blanda y caliente... y sudada. Pero allá abajo todo está frío, y limpio, y duro. Las rocas raspan, cortan, sacan sangre. Pero el agua se la lleva. Y es como un abrazo. Ha de ser."

 "¿Qué se sentirá tirarse?"

Al principio no se sorprendió por las palabras, porque eran casi un eco de su pensamiento. Pero luego se dio cuenta de que se le habían arrimado por detrás, quedito, dos muchachos renegridos en traje de baño, y que uno de ellos traía una camiseta blanca que decía "Club de Clavadistas".

"¿Qué se siente, pues?" le repitieron. No se reían, pero tampoco se veían enojados. El Muerto se sonrió, "Nada."

"Ah, nada? No se siente nada?"

"¡Vamos a que te tires, a ver si es cierto!"

El muerto se rió, descontrolado por la broma. "No mano, si yo nunca me he tirado. Tú lo sabes."

"Entonces, por qué lo andas diciendo?"
"Yo....... qué?"

"Tú pues, tú andas diciendo que te tiras, que eres clavadista de la Quebrada, cuando tus pinches ganas se te hicieron agrias en el estómago."

"Ora, ora... a poco todos van a querer tirarse de la Quebrada... Apoco son ustedes reyes o qué?"

"Pues reyes no seremos, pero sí somos los únicos que se tiran." "Ya estamos aburridos de que todos los lancheros, y hasta meseros, digan que son clavadistas."

"Pues no somos porque no queremos. ¡Ni se crean que es tanta gracia!" dijo el Muerto en un arranque.

Se oyó un silencio tirante. Se sentía la impaciencia y el odio que crecían.

"Ah, sí?......... ¡Vente!............ ¡Tírate!"

"¡Ora aunque no quieras!"

Y se llevaron al Muerto para arriba de las escaleras. Mientras habían estado hablando se habían juntado otros clavadistas que estaban esperando su turno, y entre todos lo impelían invisiblemente hacia arriba. El muerto estaba demasiado asustado para resistirse.

 Los sentimientos del Muerto eran confusos. Allá atrás, había un miedo. Se decía a sí mismo que si lo obligaban a tirarse de la roca, se mataría. Más al frente estaba el pensamiento de que sólo lo querían asustar. Era imposible que pretendieran otra cosa, eso sería asesinato. Y junto a ese sentimiento estaba otro; eran como cosquillas, o como la idea de lo maravilloso que se debía sentir volar por el aire, y el golpe de las olas. Se veía a sí mismo desde lejos, una figura pequeñita, y sentía la respiración contenida de la gente mientras se preparaba para tirarse. Y allá abajo las olas, el agua, dulce y fría, y las rocas abriéndose como un abrazo. Vagamente se daba cuenta de que atravesaban el hotel, y que salían y tomaban un caminito que rodeaba los búngalos. Cuando pasó la última casita y se divisó la orilla de la roca volvió en sí. Se puso casi frío, como quien dice. Y se paró en seco.

"¿Ya te dio miedo?"

"¿No que tan macho?"

"¿A dónde me llevan?"

"¿A dónde me llevan?" lo arremedaron.

"¿Nunca habías venido por aquí?"

"De aquí no se ve tan bonito como del barandal, verdad?"

"No. Yo ya no voy."

"Si no te estamos preguntando."

"Ándale, vamos más cerca. Para que veas lo que se siente clavarse desde arriba." Lo cogieron de los brazos. El muerto se resistió, pero eran cuatro, y lo tenían bien agarrado.

"Mejor no te resistas, porque nos resbalamos todos." Empezaron a bajar por un sendero; a la vuelta se toparon con el altarcito que tantas veces había visto desde abajo el Muerto.

"Híncate y rézale a la Virgen."

 La Virgen. Allá lejos, cuando era niño, había querido mucho a la Virgen. Desde entonces no había querido a nadie. Más que a Amalia. Y siempre no fue cierto. El se había creído que era buena Amalia; pero ya estaba visto que todas eran iguales. Todas. Güeras o prietas, chicas o grandes. Hasta las feas, como Amalia. Y por eso la había querido. Por fea. Porque le daba lástima. Pero le había salido el tiro por la culata, porque se enamoró de veras, y ella lo dejó a él. Desde entonces no había querido a nadie, ni a la Virgen; nadamás las miraba, se divertía con ellas, como todos, pero ya no se dejaba engañar.

 Sí, la Virgen. Aquí estaba, chiquita, con una sonrisa dulce, que podría ser mañosa, como la de Amalia. Y si fuera cierto lo de la Virgen?" "¿No te vas a hincar?"

"¡Híncate! No quieres saber qué se siente ser clavadista? Todos se hincan."

El Muerto se hincó. Miró a la Virgen con un poco de desconfianza mientras se persignaba. "No los dejes que me tiren!" le dijo, "O bueno, pues, total..."

No podía ser cierto que lo fueran a tirar. No podía ser. Ya de aquí se veía el lugar de donde se tiraban, allí en esa piedra. Nadamás pararse allí sería horrible. Miró para abajo y lo empujaron tantito, a que siguiera para arriba; por poco se cae, y se agarra de los otros. Todos se rieron.

"No, si de aquí no es, manito."

"Aguántate las ganas."

"Mírenle la cara."

 De chico, una vez, se habían reído de él en la escuela, y no había vuelto. Ahora se acordó. "No, no, no puede ser, que no sea. Que no me miren así los otros", pensaba. Se sentía inútil, bruto. "Idiotas." Pensaba, viendo a los que lo tenían cogido. Pero no pensaba más. Hablaba poco, hasta para pensar. "Todos son iguales. Las mujeres putas. Y los hombres putos. Putos malditos." Por su cabeza pasó la imagen de un gringo que había visto una vez que era como todos, pero más todavía. Con su sombrero colgado de dijes, sus patas flacas, pelonas, y su panza botijona. Haciéndole el amor a una morena ¡linda!, y ella sonriéndole.

Miró para abajo. Ya se veía bien el pié de las rocas, donde el mar se batía, pero lejos, lejos. Como a veces lo que sueña uno de lejos. Como una mujer antes de conocerla. Buena y limpia para uno. El mar, el agua. Allá lejos, se veía venir una ola. El había visto a los clavadistas, cómo esperaban a que entraran muchas olas, a que se llenara de agua la Quebrada, y luego que viniera una más chica, para que estuviera suavecita el agua; tranquila como una mujer cansada. Entonces se tiraban.

 Estaban en la mera piedra. Los otros ya no le decían nada, nadamás lo veían. Querían ver su cara. Los vio de reojo y los vio asustados, callados; ya no sabían qué hacer. Les voy a dar un buen susto, pensó. Se fijó otra vez en las olas. Ya mérito se llenaba.

"Y ahora qué esperas?" le dijo uno.

"Que se llene," contestó con sangre fría.

"Se va a tirar," le dijo uno a otro en voz baja, asustado.

"N'ombre, qué tienes. Nos está tanteando."

"Se va a tirar." Repitió el otro.

Allá abajo, en la escalera, se había juntado gente viendo para arriba, a esperar el clavado. Veían para abajo, a las olas, y luego para arriba, a la roca, al Muerto, y luego para abajo, a las olas, calculando el miedo.

El Muerto sintió dificultad para respirar. Estaba sudando a chorros, más que de costumbre. Miraba a la gente que lo miraba, y abajo al agua, y a los otros que estaban con él. No tenía tiempo de pensar, pero estaba vivo. Hacía mucho que no se sentía tan vivo. Y qué tal si me echo, pensaba. Si no es tan difícil. Yo ya me sé todos los trucos, lo único que me falta es echarme. Y después de todo, ¿qué soy tan cobarde? Nadamás porque nunca me he echado no me voy a poder echar?

"¡Deténganlo!" grito de repente uno de los que estaban con él.

"Déjalo. No se tira."

 Ellos creen que no lo hago, pensaba el Muerto. Me conocen. Saben que nunca he hecho nada. Que no sirvo para nada. Pero yo puedo hacer algo, algo bueno, algo grande, puedo dejar de ser el Muerto. Miró el agua. Si no me tiro ahorita, nunca me tiro, porque me va a dar miedo. Ya ahorita se está yendo la ola. Tengo que tirarme. Subió las manos arriba, como para un clavado. Junto a él oyó que tragaban aire, de susto. Ya no hablaban, ya no lo detenían. Sentía los ojos que lo estaban viendo. Todos los ojos estaban clavados en él. El agua. No veas para abajo, pensaba, no veas el agua. Piénsala. Estírate bien. Fuerte. Ahora mira: las rocas. Allí tengo que llegar, en mero en medio. Rápido, tírate. No te tiraste. Tírate porque si no te caes.

 Y se tiró.

 Junto a él, los compañeros detenían al chico que había ideado la prueba. Estaba morado, con los labios blancos, llenos de terror. Ellos también, pero más sorprendidos que asustados. Nunca pensaron que de veras se tirara. Cuando lo vieron volar por el aire y allá abajo el cuerpo que se hundía en el agua, no reaccionaron. Pasaron unos segundos antes de que dijera uno "Vamos por él."

"Sí, pero no te tires, porque ya no se puede."

"De aquí a que lleguemos..."

"Ya pa qué."

"Tantito antes y si hubiéramos podido tirarnos. Ahora ya no hay agua." "Y qué hacemos?" "Vamos corriendo!

"No llegamos nunca; mejor esperar a que se vuelva a juntar." "No aparece?" masculló el muchacho.

"Quiénsabe. Vayan ustedes a ver, y yo me quedo aquí contigo para tirarme cuando se junte el agua. Vayan ustedes, pero no digan nada, él se tiró."

 Abajo la gente esperaba, asomada por el barandal, a que saliera del agua el clavadista. Querían verle la cara.

 Cuando lo sacaron, porque pudieron sacarlo, estaba de una pieza, aunque tenía algún hueso roto. Veía las caras azoradas. Por encima del dolor estaba todavía pensando, y pensaba "Lo hice. Pude hacerlo."

"¿Se va a morir, mamá?" preguntó un chiquillo entre la gente que se había juntado.

 "Morir", pensó Mario, "si yo soy el Muerto. Si siempre he estado muerto. Como quiera que sea, y aunque me cueste la vida, ese ratito de allá arriba, viendo el mar, y tirándome, fue el único que estuve vivo."