"Son chones y así son"

Novela autobiográfica

por Isabel Fraire

 I

"¡Son chones y así son!", pronunciaba decidida la hermana menor, retrasada mental, de la hija del industrial norteño, en el internado de las monjas del Sagrado Corazón, o tal vez de la Virgen María Auxiliadora... 

Los chones en cuestión eran decimonónicos, tipo globo alargado o "blumer", y llegaban hasta la rodilla, en acordión de algodón, regocijado, henchido, inusitado, motivo de risas, tanto que su hermana mayor, frágil como caña y con remate de redonda máscara oriental, cara de pastilla blanca, suplicaba, casi llorando: "¡Álzatelos, se te asoman por debajo de la falda!" "¡Son chones, y así son!", respondía terca, ciegamente segura, la interfecta, a quien sus chones conferían el orgullo de una identidad de otra manera inasible, inaccesible. 

Sí, señores y señoras, son chones y así son. 

II 

Empecemos por las tías, o más bien dicho, las tías abuelas... Eran cinco de este lado y tres del otro, incluida mi abuela. El otro lado de la frontera, se entiende, o sea del Río Grande, que divide al español del inglés, a México de los Estados Unidos, frontera incierta ya que mi padre nació del otro lado, pero fue siempre mexicano, como toda su familia, y sólo a los veinte años aprendió a hablar inglés. 

Empecemos del otro lado. Por las tías distantes, jamás vistas, que vivían en Estados Unidos y viajaban a Europa y tanto influyeron, de lejos, en mi vida, con las cajas de libros que mandaban cada Navidad, y las vajillas de Sévres y Limoges, el cristal cortado, los cubiertos de plata, el juego de tocador de plata repujada de mi abuela, los grabados antiguos que decoraban las paredes de nuestra casa, y que tenían mucho que ver con las rígidas disposiciones de mi madre para el servicio de la mesa, la colocación de los tenedores destinados a la ensalada, la carne, y los mariscos (a la izquierda del plato), y la de los cuchillos y cucharas, siempre en estricto orden de utilización (a la derecha). 

Cuando las tres tías abuelas (incluida la mía), eran niñas, allá por 1870 y muy al norte, en Boston o Canadá, no había dinero en la casa, pero su mamá compró a plazos un piano y les pagó clases de canto y música, a la sazón un primer paso indispensable hacia el matrimonio en las clases "superiores" angloparlantes. A pesar o a causa de tal despilfarro, no tenían suficientes zapatos entre las tres parejas de pies para aparecer simultáneamente en público, o de manera que se turnaban. Después de vestir en varias ocasiones el único par caro y elegante de zapatos, la hermana mayor, llamada Eva, se casó con un banquero. Su nombre de pila no lo recuerdo, el apellido sí. Era Lombard. Apellido que decora ciertas calles de Londres e Italia en donde abundan prestamistas y bancos. El matrimonio prosperó, y tuvo descendencia, que en la actualidad habita suburbios prestigiosos de Boston y Los Ángeles. Lo que no prosperó fueron las relaciones de Eva con sus hermanas, que ni corrieron la misma fortuna ni ganaron gran cosa con la de la hermana. 

Muchos años más tarde la tía Eva, que seguía casada con el mismo banquero, se tuteaba con cierta advenediza aristocracia inglesa (los Russell Coates, prósperos fabricantes de hilados y tejidos) y era recibida, con su marido, en banquetes oficiales de la alcaldía de Londres, de los cuales se guarda memoria escrita. También se guarda memoria escrita de su opinión de la Reina Victoria: "¡Lástima que parezca lavandera!" fue su comentario repetido hasta la saciedad y ad nauseam en el seno de la familia, y que mucho la reconfortaba de su falta de cartas de aristocracia hereditaria. Cuando murió el banquero la tía Eva, profundamente desilusionada por las envidias y pleitos suscitados por la herencia, se retiró de la vida. Para dejar en regla sus asuntos, desheredó a su hermana (mi abuela) y a su sobrina (mi madre), así como a su hermana Kit, a quien siempre había odiado por ser más hermosa, independiente e inteligente que ella, y dejó su mansión de Oklahoma, que ocupaba toda una manzana, llena de muebles Victorianos, vajillas y demás lujos, convertida en hospicio para solteras decentes obligadas a ganarse la vida como secretarias. ¡Digna causa! Lástima que yo no sea soltera ni secretaria. 

La tía Kit fue menos exitosa pero más simpática. Se enamoró - cuando le tocaron los zapatos - del joven heredero de la familia Swift, empacadora de jamones. (Tardíamente me asalta la duda ... ¿Cómo caían tantos herederos en la misma casa?) Sin embargo la pobre Kit erró el golpe. Su enamorado no satisfacía las altas aspiraciones de su madre. Era un simple comerciante o industrial, aunque riquísimo... en términos de prestigio social, prácticamente un desarrapado. ¿O quizás los negocios de la familia todavía no pintaban, y el nombre Swift no era aún sinónimo de jamón, como lo fue después? 

Kit nunca tuvo oportunidad de averiguar si su amor era más que un capricho. Antes de que pudieran pasar del cortejo inicial y tentativo la enviaron en "viaje de estudio" a Las Europas: Florencia, Venecia y demás, "en busca de contactos superiores"... con el arte, se entiende.

 Pasaron años. Nunca se casó. Al final de sus periódicos viajes de estudios regresaba con iconos rusos, dibujos de Corot, litografías exquisitas, acuarelas que, trasplantadas, parecían prueba de que había otro mundo mejor. ¿Se murió? Supongo. ¿El piano que teníamos, era el de ella? Quizás. ¿Quién sabe quien fue Kit? Apenas datos, vestigios de un deambular por museos, libros viejos, despojos de la amargura eterna de un amor frustrado que estallaba en pleitos familiares, sobre todo con Eva, dejando heridas que no sanaron nunca. Que arden todavía en la memoria. La imagen de la joven que envejece, apartada del amado, sin hogar, convertida en objetos, a la deriva siempre...

La tercera de las tres hermanas (las tres tías abuelas, las tres hadas madrinas, las tres parcas) fue mi abuela, que se llamaba Anabel. 

Hermana menor siempre. Despreciada siempre. Su cabello era de un envidiable caoba oscuro, pero se reían de ella. "¡Pelirroja!" le gritaban. La consideraban fea. ¿Fea? cuando yo la conocí, ya vieja y casi calva, se disponía cuidadosamente el cabello plateado para que le cubriera el cráneo, bajo una fina red blanca prácticamente invisible, y, ojos negros, brillantes, elegantemente vestida de seda oscura interrumpida por diminutas flores o diseños, salía a recorrer la ciudad. Una ciudad que hablaba en un idioma desconocido para ella, que jamás logró aprender. 

Todo le interesaba. Si no tenía otra cosa qué hacer tomaba un camión y recorría toda la ruta, hasta llegar al punto en que lo había tomado, observando la vida humana que veía desde la ventanilla. Sus esfuerzos por aprender español fracasaron, pero asistió fielmente a clases en los primeros años. Tomando en cuenta que tenía más de setenta, y que en casa mis padres le hablaban en inglés, lo sorprendente es que lo intentara. Amigas suyas, criadas en la zona minera de Guanajuato y con casa en la colonia Condesa de la ciudad de México (la cual visité con ella, con gran azoro), a los ochenta no sabían español.

No dejó jamás de trabajar, de hacer algo, lo que pudiera. Cosía vestidos. Leía libros. A falta de otros alumnos ejercía su profesión de maestra en mí, y confieso que jamás me fue tan grato el aprendizaje como cuando me enseñó a leer, a los tres años, con ayuda de ilustraciones, recortes de revistas, y una bellísima edición de Mamá la Oca que conservé durante muchos años, algo rasgada en la tela del forro y las junturas, raída en las orillas de las páginas gruesas y amarillentas, pero de colores aún vivos y seductores. Así aprendí, no sólo inglés, sino el goce de las rimas y las palabras. 

III

 La madre de mi padre no figura para nada en mis recuerdos. La pobre se murió antes de que mi padre pudiera recordarla, abdicando así toda responsabilidad posible por su vida. Hay que admitir, sin embargo, que si tuvo hijos tales como mi tía María, mi tía Veva, mi tío Emeterio, y Conrado (mi papá), cada uno tan fuerte y original, tan libre en su expresión, y, al menos María y Conrado, tan pródigos en iniciativas espectaculares y sentido del humor, la madre debe haber sido algo especial. Para entender a esa familia, sin embargo, hay que referirse, otra vez, a la madre de la madre de la madre, o sea...

Mi bisabuela, según las noticias que me dio mi padre, era campesina. Lo más probable es que fuera indígena, y de la región de Zacatecas, pero tal vez no. Según la anécdota tantas veces repetida que se volvió de autoridad bíblica, se había casado con el dueño de la hacienda, o más bien con el hijo del dueño, contra la voluntad de la familia. Al morir el marido (a una edad inusitadamente breve) la desheredaron, o bien le ofrecieron una pensión risible. Ella, orgullosa, la rechazó, y se fue, cargando con sus hijos, a otra parte de la república, a saber, Nuevo León (futuro emporio industrial del país) y allí como pudo, fregando pisos, lavando ropa, haciendo labor de criada, los crió. Según mi padre cuando él estaba muy chico todavía y llegó Pancho Villa a sitiar a la ciudad de Monterrey, su abuela lo llevaba con ella cuando atravesaba las líneas a venderles tacos a los soldados de ambas partes. Mi papá recordaba claramente la llegada del ejército porfirista a paso redoblado y sin poder detenerse y la gente se acercaba compadecida a darles agua mientras avanzaban. También me contó que lo primero que hizo Pancho Villa al tomar la ciudad, fue abrir las bodegas y repartir comida a la población hambrienta. 

Sin embargo mi prima tiene una versión muy distinta de los hechos ... como suele suceder en las familias. Según mi prima mi bisabuela no sabía leer ni escribir, pero era muy rica en tierras y ganado, y cuando llegó Villa le tocó en el portón, y habló con ella cortésmente, pidiéndole que le vendiera comida "para sus muchachitos" que tenían mucha hambre. Y ella, condescendiente, ordenó que sus empleados le proveyeran de todo lo necesario.

En todo caso los hijos de mi bisabuela fueron la tía Fernanda, la tía Lala, la Tía Emeteria, la tía Ta y - BOMBOS Y PLATILLOS - el hermano que ocupaba el lugar de PADRE, por su carrera sacerdotal y su patria potestad universal sobre los destinos de la familia hasta la quinta generación. A este personaje mi papá lo llamaba siempre MI TÍO EL PADRE, motivo por el cual nunca supe su nombre y llegué a pensar que era hermano de mi papá.

 Mi tía Fernanda y mi tía Lala le hicieron "pie de casa" a mi tío el padre, sirviéndole durante toda su vida sin sueldo alguno, preparando banquetes sin aviso previo cuando llegaban visitantes arzobispales con sus acompañantes, o haciendo la limpieza de la iglesia, o simplemente la comida diaria, para la cual se molía en metate el maíz y se hacían las tortillas y todo lo demás con preciosismo y en abundancia, al menos por lo que pude apreciar en mis prolongadas visitas veraniegas a Sabinas Hidalgo, en donde estaba la iglesia de la cual era párroco, y que había reconstruido después de su destrucción durante la revolución.

 El padre de mi padre, o sea mi abuelo, y esposo de mi difunta abuela, fue... por Dios Santo! ¿Cómo se llamaba? Creo que jamás nadie lo mencionó por nombre... algo sólo explicable porque, después de que murió mi abuela, cayó en descrédito al casarse de nueva cuenta - o "arrejuntarse", como se dice en mi tierra - con otra mujer. Pero sí existió, y hasta lo conocí, y mi propio padre vivió con él los primeros años de su vida, y otra vez más tarde, cuando tenía ocho años, y me lo platicó. Tendré que llamarlo pues, "abuelo", a falta de otro nombre mejor.

 Mi abuelo era, sin duda alguna, un aventurero. O también puede llamársele "empresario", ya que tuvo mucho éxito en algunas de sus empresas. En otras no. De él nos viene esa tendencia a desplazarnos geográficamente, cambiar de ocupación o empresa con frecuencia, fracasar en todo después de iniciales éxitos y terminar en la quinta chilla.

 No sé cómo conoció a mi abuela ni cómo empezaron sus aventuras, pero sé que le fascinaba la minería y era lo que llaman gambusino, o sea minero sin capital, que anda en busca de pequeños rendimientos en montes y ríos, con la esperanza siempre de dar con una veta de importancia. Nunca la encontró, pero entre sus aventuras estuvo la de emigrar a Alaska durante la fiebre de oro en ese territorio, llevando consigo a mi joven tío Emeterio, que pescó una tuberculosis fatal, de cuya muerte culpó a mi abuelo toda la familia para siempre amén.

Entre sus otras aventuras estuvo la exitosa de emigrar al sur de Tejas y emprender allí el cultivo del naranjo, iniciando así la producción de cítricos y la agro industria moderna del otro lado de la frontera: había discurrido la manera de proteger a los naranjos de las heladas, mediante el expediente de calentarlos con pequeñas estufas de querosina y arroparlos durante las nevadas y temperaturas demasiado bajas. Esto fue antes de que muriera mi abuela, ya que mi papá nació en Waco, Tejas, adquiriendo derecho a la nacionalidad norteamericana, a la cual renunció, como obligaba antes la ley en México, al cumplir 21 años, provocando la sorpresa y desprecio de las autoridades consulares de Estados Unidos que aceptaron su renuncia. 

IV

 Se puede decir que mi madre tuvo una infancia agitada. Su llegada al soñoliento pueblo en que vivía mi abuela (en el sur de los Estados Unidos) produjo un gran revuelo. Era la época en que pequeñas compañías teatrales recorrían el país, presentando dos o tres noches de buen o mal teatro, intersperso con actos de magia, acrobacia, números musicales y demás entremeses. Todo el pueblo asistía, ávido de cualquier cambio en su incestuosa y aburrida rutina. Debe haber sido hacia 1911 o 12, que llegó al pueblito en que vivía mi abuela, casada por segunda vez y aún sin hijos, una de estas compañías, entre cuyos miembros -horror y crimen, desacato y espanto y afrenta a la moral - había una niña preciosa de tres años, ojos azules y mirada límpida, que inmediatamente cautivó a la población, que decidió salvar su alma, separándola de su madre y padre naturales, quienes eran, ella, francesa -nuevo horror - actriz, - dos veces horror - casada? podían acaso estar seguros? con un joven de origen irlandés y buena familia que la había abandonado para seguir a la francesa y que -o múltiple e infinito horror - tocaba un instrumento musical compuesto de campanitas! ... era evidente que dejar a la niña en poder de tales personajes y deambulando por el medio oeste en compañía de actores, actricillas, acróbatas y músicos, sería ofender a Dios. 

No se sabe cómo le hicieron, qué argumentos esgrimieron para arrancar a la niña del seno de su familia, en donde estaba probablemente muy a gusto, pero el hecho es que la compañía partió y mi madre se quedó con la que desde entonces sería su madre y más tarde mi abuela.

Aunque a la sazón tenía tres años, mi madre siempre recordaba con gran claridad el día en que una mujer bellísima, elegantemente vestida, llamó a la puerta de su casa, intentando recuperar o al menos ver a su hija, y a mi abuela, firme como un ejército, negándole la entrada. Lágrimas y sollozos fueron inútiles. No es claramente explicable cómo se desarrollaron los trámites legales, o si los hubo. Tal vez por eso mi madre no tenía pasaporte, y el registro de su nacimiento se perdió entre las llamas que consumieron el edificio público donde supuestamente se guardaban. 

De los tres años en adelante fue Elizabeth Stiles Benson, hija de un maderero y de una maestra de escuela de ascendencia escocesa y convicciones victorianas. 

Esa primera Navidad todos los habitantes del pueblo le mandaron regalos y hubo una inundación de muñecas en la casa. Pero la pequeña Elizabeth no las quería, y jugaba en cambio con muñecas confeccionadas por ella misma, una especie de esculturas inmóviles, ya que había vestido a los dos postes en que remataba el barandal de la escalera, y las llamaba Gasolina y Querosina... o sea que algo entendía de la rima y de la imaginación. 

Pero no todo carecía de encanto en el pueblo semi-salvaje de su infancia. Si por una parte mi abuela, que trabajaba como maestra en la escuela local, se la llevaba a casa durante el recreo, donde la entretenía leyéndole cuentos para evitar su contacto con los groseros niños de la escuela, dados a los juegos bruscos y alusiones sexuales precoces, tuvo también amistades y placeres que jamás olvidó. Con su amiga Josefina, de cabello y ojos negros, muy admirados por la rubia Elizabeth, esperaban ansiosas el primer día tibio de primavera en que las dejarían salir descalzas, después de lo cual no se volvían a poner los zapatos hasta el otoño siguiente. La vida era rural, con largas caminatas y juegos en el campo, en una época idílica que no exigía vigilancia alguna. 

A Lizzie, como la llamaban para abreviar el largo y digno Elizabeth, le gustaba todo en orden y limpio, y le impacientaba la forma de llevar la casa de mi abuela. Además la cocina de mi abuela le parecía infinitamente insípida. Cuando por fin tuvo su propia casa y cocinaba para sus amigos, prefería los condimentos fuertes, las recetas innovadoras. La cocina mexicana la cautivó enseguida, y sus recetas abundaban en chile, pimienta, jitomate, chorizo, tortillas, frijoles negros, y vino o licores para aderezar los postres muchas veces hechos de frutas. Al atravesar la frontera mexicana por primera vez con su flamante marido mexicano, sintió que había llegado a casa. Se olvidó de sus relaciones y amistades norteamericanas y en casa se hablaba español únicamente, hasta que yo, también, llegué a la edad fatídica de los tres años. 

Nota de la autora: hasta aquí los capítulos iniciales de lo que podría llegar a ser una mezcla de autobiografía y sociología artesanal, fundada en recuerdos propios y ajenos, ya que a medida que avanzo me salgo por cada tangente que se me presenta. Estos recuerdos suelen ser al mismo tiempo complementarios y contradictorios, como en el caso de los recuerdos de mi padre tal como se me grabaron en la memoria, confundiendo diversas épocas de la revolución mexicana.

De esto me pude dar clara cuenta cuando busqué en diversas historias de México la llegada de Villa a Monterrey: en efecto sí llegó, en 1915, a socorrer a Felipe Ángeles que ya no luchaba contra el ejército porfírista sino contra los carrancistas, mientras que el ejército porfírista había llegado mucho antes, estando mi papá presente en ambos casos pero de distintas edades. En cuanto a las diferentes versiones de distintas partes de la familia, también suelen ser parcialmente contradictorias, según la rama de la familia de que se trate.