En cualquier día del año, pero sobre todo en los períodos de vacaciones, y con mayor razón en el largo verano, algunas zonas de la ciudad se encuentran casi paralizadas por la enorme afluencia de turistas. Los hay de todos tipos, jóvenes y jóvenas de mochila al hombro, en busca de sus congéneres y amantes de los museos y los cafés y de la libertad que les da estar en una ciudad en donde nadie los conoce y en donde se puede hacer lo que le dé a uno la gana. Parejas mayores, elegante o discordantemente vestidas, que peregrinan de tienda en tienda y de restaurant en restaurant, dándose por fin los lujos que no pudieron darse en sus largos años de trabajo. Japoneses en manada o solitarios, armados de cámaras de foto fija o video que no cesan de registrar para la posteridad lo que bien podrían guardar en la memoria. Latinoamericanos prósperos que salen de las grandes tiendas ataviados orgullosamente con el último y pasajero grito de la gran moda internacional. Franceses atentos y discutidores, que se detienen ante los cuadros en los museos o galerías, intercambiando comentarios. Grupos de escolares pastoreados por maestros que invaden el Museo de Historia Natural o suben al nuevo rascacielos del Centro de Comercio Mundial, después de hacer cola durante horas para poder entrar. Mirar por los telescopios es, después de todo, saber lo que siente Súperman cuando vuela sobre la ciudad en busca de villanos o víctimas. En el Parque Central observamos la visita obligada de los niños viajeros al pequeño zoológico, en donde las focas hacen sus gracias y se puede admirar a los osos polares que nadan tras un muro de cristal.
Otros turistas acuden a las calles en donde florecen, desbocados, los centros de la industria del sexo en todas sus variantes. Allí ceden impunemente a los reclamos de los placeres de todo tipo, orgiásticos o solitarios, en vivo o en video y para todos los bolsillos. La octava avenida, por ejemplo, junto a la zona de los teatros, o bien ciertas calles de Greenwich Village, hoy convertidas en zona rosa mezclada de ghetto homosexual, en donde el transvestismo, la prostitución callejera masculina y femenina y la drogadicción saltan a la vista de cualquiera y a todas horas, pero sobre todo en verano. O el barrio chino, en donde las mercancías electrónicas, la ropa y los comestibles frescos o enlatados de todo tipo se consiguen a la cuarta parte de su precio normal y los burdeles cárcel y las fábricas cárcel proliferan en una ilegalidad tolerada.
De hecho la corrupción de la policía neoyorquina es un escándalo nada secreto que aflora en los periódicos y en los tribunales periódicamente, y la cantidad de reglas que se rompen cotidianamente con la anuencia tácita de las autoridades, sobre todo en los barrios más populosos y menos afortunados, va destruyendo el tejido mismo de la sociedad. Pero el turista que pasa unos días feliz en los museos y galerías o en las grandes tiendas del centro de Manhattan, gozando de los restaurantes lujosos o comiendo sandwiches en la calle, eso no sólo le tiene sin cuidado sino que ni siquiera se percata.
Porque no cabe duda de que los museos y galerías, la ópera y el ballet, el teatro de revista, el teatro serio, el teatro homosexual o feminista, las orquestas de jazz, los conjuntos de rock y de rap, de música tropical, las lecturas de poesía, las librerías, las bibliotecas, hacen de Nueva York una meca para quienes vienen a pasarse una vacaciones gozando del arte, de la cultura, del roce con el gran mundo y las diversiones de todo tipo. Claro, hay que tener dinero, y mientras más dinero se tiene disponible, más satisfactores se encuentran dentro de un espacio muy reducido. Después de todo Manhattan, o sea la isla central de la zona urbana mucho más vasta que es Nueva York, es un territorio limitado. Dentro de ese territorio es fácil llegar a cualquier parte. Pasar de allí a las islas vecinas y mucho mayores que contienen, junto a grandes zonas de pobreza y criminalidad, otras residenciales provistas de abundantes parques y playas, campos deportivos, universidades y hospitales, implica hacer un viaje arduo en tren o en automóvil que puede llevarse una hora o más de ida y otro tanto de regreso. Sin embargo cuanto neoyorquino culto y rico o medianamente acomodado que prefiere vivir en relativa paz, rodeado de jardines, al horizonte de rascacielos de un penthouse junto a Central Park, se echa el viaje diariamente sin chistar. En cambio los turistas rara vez salen de Manhattan, aunque también en las otras islas que constituyen la zona urbana de Nueva York haya notables atractivos.
Por otra parte Manhattan no es sólo la zona llena de atracciones que conocen los turistas. Inesperadamente, al pasar de una calle a otra, se encuentra uno con grupos de drogadictos, tiendas de barrio donde se venden toda clase de revistas y videos pornográficos, y las pintas características que denotan la presencia de pandillas. Hay que caminar de prisa para salir de allí antes de ser asaltado o acuchillado o violado y jamás ir de noche, al menos que se vea uno obligado a vivir en esa zona por lo caro de las rentas en el resto de la ciudad. En el Parque Central hay zonas intimidantes incluso de día, en donde se congregan personas desamparadas, drogadictas, siempre a medio alcoholizar. De noche jamás hay que atravesar el único gran parque popular de Manhattan.
Si sube uno por las calles que quedan al oeste del parque central hasta la Universidad de Columbia hay que tener cuidado de no cruzar la raya invisible en donde empieza Harlem, cuyos habitantes no tienen ya nada que ver con los iniciales pobladores holandeses. Hoy la población es predominantemente negra, portorriqueña, y latinoamericana, en gran parte desempleada o subempleada, o empleada en el tráfico de drogas y la prostitución. Allí se ha dejado que la drogadicción y el pandillerismo cundan hasta convertir la zona en una selva humana o más bien infrahumana. Hacia el noreste de Manhattan, y, después de un largo intervalo de barrios prósperos y tranquilos, ya en el sureste, en la zona dividida por las avenidas A, B y C, pasa lo mismo.
Eso no quita que allí también florezca la cultura. Varios de mis mejores amigos viven y escriben y pintan y dan clase y dirigen galerías en esas zonas, en donde por otra parte hay todavía edificios elegantes, centros universitarios, y bibliotecas y archivos históricos envidiables. Muchos de los bares en que se dan lecturas concurridas de poesía en inglés o en español, alternadas con música de jazz, flamenco o tropical se encuentran en esas calles. Curiosamente las rentas bajas de las zonas indeseables atraen tanto a los negros y portorriqueños como a los inmigrantes latinoamericanos que, hambrientos de cultura y rodeados de congéneres, crean sus propios centros artísticos que florecen con o sin asistencia de las autoridades.